De paso
Tenemos afán de permanencia. Nadie en su sano juicio desea morir, a no ser que sea muy infeliz; por eso cuando advertimos que algo nos perjudica lo abandonamos. La vida, para algunos, consiste en una infancia muy sana, una juventud repleta de malos hábitos y una madurez en la que se intenta recobrar el equilibrio que esos malos hábitos habían destruido. Se dejan esas malas costumbres para durar más y evitar el dolor. Uno ve la trayectoria de amigos y conocidos que han llegado a los cincuenta años con los mismos malos hábitos que tenían a los treinta y todos, casi sin excepción, han enfermado o han fallecido. La enfermedad puede tener otro origen, ser hereditaria, por ejemplo —me dirá usted—, pero una cosa no quita la otra. Es mejor dejar los tóxicos (el tabaco, el alcohol, las drogas en general) cuando todavía no han causado daños irreversibles en nuestro organismo. Pero de esto solo nos damos cuenta cuando nos enamoramos de la vida, la vida sana, porque la otra, la de vivir la noche de manera irreflexiva, no lo es, ni siquiera es vida.
Exceptuados unos pocos privilegiados, todos moriremos dos veces: una cuando dejemos de respirar y otra cuando aquellos que nos conocieron mueran sin dejar constancia de cómo éramos o qué hacíamos, de nosotros. De ahí que luchemos por hacer algo grande. Hace años se decía que al menos había que escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo, aunque de las tres la única acción realmente valiosa es la segunda. Uno escribe libros o tiene hijos porque cree que de esa forma se va a perpetuar, pero los dos son actos egoístas, realizados pensando solo en nosotros mismos. En cambio, el que planta un árbol lo hace pensando en los que vendrán detrás, porque ese árbol que ha plantado solo alcanzará la edad adulta, su esplendor, cuando el que lo plantó ya no esté para verlo y disfrutar de su sombra y del canto de los pájaros que se posen en él. Por eso es mejor plantar árboles en la juventud, solo así los disfrutará también uno. Hoy, de todas formas, muy pocos piensan en escribir libros o tener hijos: parecen acciones del pasado, ya obsoletas, propias de otras generaciones. Ahora hay que hacer vídeos, manejar ChatGPT y tener perros, no niños.
En relación con los árboles, que nunca van a sobrar, recuerdo cuando se arregló un solar público que había en el centro de Sevilla. Aquel espacio con vocación de plaza se llama calle Josefa Reina Puerto, una maestra cuyo nombre perdura allí desde los años treinta del siglo XX, cuando los docentes eran personas valoradas y respetadas. El arreglo del solar, hoy muy presentable, se hizo con el patrocinio de una entidad bancaria situada en la calle: no querían tener un espacio feo y desangelado situado ante su sucursal. Fue algo, en verdad, sorprendente. Plantaron unos árboles provenientes del Extremo Oriente que crecieron a una velocidad pasmosa, tanto que en dos o tres años daban ya sombra a toda la plaza.
Sin querer me desvío del tema. Todos queremos permanecer, nos da miedo irnos. Para ello realizamos todo tipo de acciones encaminadas a conseguirlo, a veces de manera obsesiva, sin darnos cuenta de que en realidad nos equivocamos, que es mejor vivir relajados y aceptar el paso del tiempo como lo que es, parte de la vida, y la muerte como un puerto más al que vamos a llegar, quizá el último, es cierto, pero no por eso el peor. Ya lo dijo don Antonio Machado, mucho mejor que lo estoy diciendo yo, y con muchas menos palabras: «Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». Sus restos y los de Ana Ruiz Hernández, su querida madre, permanecen en el cementerio de Colliure (Francia), donde los dos murieron con tres días de diferencia. Estaría bien traerlos a España, a Sevilla, y enterrarlos en el «huerto claro donde madura el limonero». Personas como ellos merecen permanecer.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.