Aquello que perdimos
Todos conocemos la sensación de tener dormida una parte del cuerpo. Basta con ir al dentista y verte expuesto a una endodoncia o a cualquier otra de las perrerías que esos profesionales de la salud tienen a bien producirnos. Durante una fracción de tiempo indeterminada, una porción de nuestra anatomía permanece embotada e insensible. En ese estado, ciertamente molesto, vivimos desde hace años gracias a los teléfonos llamados inteligentes. Pero no hay que desanimarse: podemos aprender a usar la tecnología evitando que ella nos use a nosotros.
Estos últimos días he estado más que ocupado con la lectura de Anestesiados. La humanidad bajo el imperio de la tecnología, de Diego Hidalgo Demeusois. Se trata de un ensayo lúcido, necesario y bien intencionado —el autor muestra su vertiente de servidor de la comunidad que todos los que escriben debían poseer— sobre la forma en la que estamos siendo manipulados por los medios tecnológicos y cómo esa intromisión y el desarrollo de la IA puede llevarnos a un callejón sin salida si no somos críticos y ponemos barreras entre nosotros y las tecnologías invasivas y falsificadoras. Vivimos momentos críticos en la evolución de la humanidad. Escribe Hidalgo: «A medida que este tipo de racionalidad [la gobernabilidad algorítmica] se extienda, nos arriesgamos a perder los referentes conceptuales a través de los cuales intentamos comprender el mundo, sufriendo la más honda desorientación». Dejar el funcionamiento del mundo, de absolutamente todo —esa es la meta de la hiperconectividad que las grandes tecnológicas pretenden alcanzar—, en manos de los algoritmos significará la desaparición definitiva de nuestra libertad y, por supuesto, de los regímenes democráticos.
No quiero perderme en las ramas de un razonamiento complicado y basado en lo que podrá ser, en lo que lleva, sin duda, un claro camino de ser si no se ponen los medios para evitarlo. Estas consecuencias de los avances tecnológicos y el desarrollo de la robótica se vienen anunciando desde hace un siglo. Lo fueron en la pluma de aquellos intelectuales tan lúcidos que vivieron en la época de entreguerras, como George Orwell, Aldous Huxley o Georges Bernanos. A este último, menos citado que los anteriores, se deben estas iluminadoras líneas, escritas en 1944: «El peligro no radica en la multiplicación de las máquinas, sino en el número en constante crecimiento de hombres que, desde la infancia, están acostumbrados a desear únicamente lo que les dan las máquinas». Eso es clarividencia y visión de futuro. Este que les escribe nació en la era del botijo y ha vivido la profunda transformación que ha sufrido la sociedad en las últimas décadas. Los años venideros traerán otras, aún mayores, se están anunciando, pero los que ya no cumpliremos los sesenta hemos vivido algunas que resultan desalentadoras. Todas están relacionadas con el uso de los teléfonos llamados inteligentes. Puede que estos lo sean, pero les aseguro que aquellos que se pasan el día mirándolos no lo son. Y no es culpa de ellos. Deben ser aleccionados: los teléfonos móviles no son buenos, están llenos de trampas para influir en nuestras decisiones. Las razones en las que se basa esa afirmación están a la vista de todos. Si está en la calle, aparte la mirada por un momento de su pantalla, por favor. ¿Qué ha visto? Posiblemente personas. ¿Y qué hacen? Casi con toda seguridad mirar el móvil, sobre todo si están solas y son muy jóvenes, y si no lo miran llevan auriculares del tipo que sean para escuchar música o hablar con el manos libres. Su capacidad de permanecer atentos a las maravillas del mundo que les rodea ha sido eliminada por la tecnología adictiva. Esa dependencia que sufren ha sido orquestada por las grandes plataformas tecnológicas, que llevan años poniendo en prácticas en las aplicaciones que descargamos en los móviles los sistemas que descubren en los laboratorios de técnicas de persuasión, como el célebre de la universidad de Stanford. Somos víctimas de un gran negocio orquestado a escala mundial. No, sus dirigentes no son buena gente. Hay que tener cuidado con ellos. Debemos protegernos, alejarnos de los móviles lo más posible, ponernos límites de tiempo y de propósito en su manejo, ser conscientes de lo que hacemos. Los efectos sociales de su uso están a la vista de todos. Diego Hidalgo describe muchos; voy a quedarme con algunos para no hacer el artículo eterno. Se conoce como phubbing —resultado de la contracción de telephone y snobbing— esa interferencia que se produce en las relaciones entre dos o más personas cuando una o varias de ellas prefieren la consulta activa del móvil a la interacción con los otros individuos, dando una importancia mayor a la máquina frente a la persona, a veces solo para atender a la notificación de una aplicación. Obviando la falta de educación que esto supone, el phubbing es una muestra más del carácter invasivo y asocial de los teléfonos móviles. Y qué decir del síndrome de la madre muerta. Se da en personas que durante su primera infancia vivieron la experiencia de una madre deprimida, apática, incapaz de satisfacer las demandas de atención y cariño. Este síndrome ha existido siempre, ya estaba descrito, pero en los últimos años se ha experimentado un fuerte incremento de casos debido a personas que en vez de interactuar con sus hijos pequeños prefieren mirar la pantalla del móvil. Y todo porque nuestra atención está capturada hábilmente por los manipuladores magos que son las grandes tecnológicas.
Lea, por favor, el libro del señor Hidalgo, ayude a que los demás despierten a la realidad. Y la próxima vez que vaya a desbloquear la pantalla del móvil hágase estas preguntas: ¿Para hacer qué? ¿Por qué ahora? ¿En lugar de qué?
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.