Aprendices y maestros

Recuerdo perfectamente los talleres de mi infancia. Eran lugares con olores y colores propios, algunos deslumbrantes y fríos, como las herrerías, y otros perfumados y cálidos, como un local de carpintero. En ellos trabajaban individuos que se habían formado en el oficio desde niños como aprendices al lado de un maestro, una persona que conocía bien su trabajo porque había profundizado en las técnicas durante su infancia junto a otro hombre mayor. Así, de generación en generación, se transmitían los conocimientos y, a menudo, las herramientas, algunas de ellas válidas solo para la práctica de un oficio concreto. Durante siglos los carpinteros usaron escofinas, serruchos, escoplos, berbiquíes, azuelas, gubias, formones; los zapateros, leznas, sacabocados, hormas, yunques; los herradores, pujavantes; los herreros, tenazas, guantes y pesados martillos, que rebotaban sobre la dura superficie del yunque como si tuvieran vida propia.  

El oficio de escribir es parecido, pero diferente. Las herramientas no son tangibles, están en la cabeza y el corazón del que escribe, y se llaman palabras, signos de puntuación, constancia, empatía y compromiso. Hasta hace muy poco no han existido talleres de escritura, y está por ver si sirven para algo. Provenientes de los países anglosajones, estas aulas de aprendizaje adquieren el derecho a existir al defender la semejanza del oficio de escribir con otro cualquiera, pues también en este, además de herramientas, existen técnicas que pueden y deben aprenderse. Hasta la llegada de esos talleres literarios a nuestro país, talleres cuyo éxito solo puede calificarse de mediano aunque suficiente porque dan a sus organizadores cierta rentabilidad, este oficio se ha aprendido en soledad y con un libro entre las manos. El aspirante a escritor sobre todo lee, dedica a la lectura mucho más tiempo que a la escritura. Y lo hace de manera voluntaria, es más, desea hacerlo, busca el momento de ponerse a leer casi con ansiedad. Sus maestros, pues, son los escritores que le han precedido. Pero así como uno puede haber tenido en carpintería, por ejemplo, un maestro desmañado, que realizaba los encargos casi de cualquier manera, o un maestro que amaba realmente la obra bien hecha y le dedicaba las horas necesarias para que quedara perfecta —me viene a la memoria en este caso Antonio Martín (q.e.p.d.), de la calle Antequera de Osuna—, el aprendiz de escritor, como es mi caso, busca siempre los títulos de los grandes maestros, no se conforma con cualquiera. Parece que elegir sea difícil porque la oferta de libros es inmensa. Según los integrantes de los organismos dedicados a contar cosas, solo en España se editan 90.000 libros al año —datos de 2019—, lo que supone casi 250 diarios. No es broma. Supongamos, además, que la persona en cuestión lee en otros idiomas e incluyamos los libros escritos en español y editados en otros países, circunstancias que multiplicarían la cifra por no sé cuántos. ¿Cómo saber, se preguntará el lector con deseos de aprender, qué libros, es decir, qué maestros elegir entre tanto publicado? Creo que la respuesta es más fácil de lo que pueda parecer. El aprendiz de escritor debe sumergirse en la gran tradición literaria, en los clásicos. Ellos son los grandes maestros, los que han sabido tocar las cuerdas sensibles y han estimulado la imaginación de generaciones de lectores, aquellos cuyas obras han sobrevivido a las modas y a todo tipo de cataclismos históricos. Pero clásicos no son solo Homero, Horacio, Cervantes, Quevedo o Molière, lo son también Balzac, Proust, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Faulkner, Zweig, Woolf, Camus, Cortázar y Saramago, autores que leyeron lo mejor que se había escrito antes y, por cierto, no solían escribir sobre la actualidad política, no les interesaba por mucho que sea un tema muy socorrido y casi todo el mundo utilice a la hora de escribir artículos de opinión. Fueron personas independientes, y defendieron su independencia como cualquiera defendería su vida. Eso sí: el auge de los nacionalismos les preocupó a todos, porque muchos de ellos vivieron terribles guerras producidas por el deseo de ciertos políticos profesionales de separar lo que estaba unido. Como escribió el gran Stefan Zweig, «a quien está hambriento de poder solo le importa ejercerlo y no la opinión de los demás», solo defiende sus intereses, no los de la comunidad donde vive. No sé si les suena de algo. 

 

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Un herrero trabajando en su taller (Foto: C. Teixidor).


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