El árbol solitario
Hace poco, a finales de septiembre, un desaprensivo cogió una motosierra y cortó uno de los árboles más importantes del Reino Unido. Fue una noche de tormenta. Lo hizo un muchacho de apenas dieciséis años, dueño de esa edad en la que se tiene el tamaño del adulto pero se sigue con la experiencia y los conocimientos del niño, todo ello unido a profundos y desestabilizadores cambios hormonales. El árbol, sembrado hacía más de trescientos años junto al Muro de Adriano (122 d. C.), en el condado de Northumberland —cerca de la frontera entre Inglaterra y Escocia—, constituía un importante atractivo turístico desde que fuera dado a conocer en la película Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991), protagonizada por estrellas de fama mundial. En ella se exhibía como lo que era, un símbolo del país. El árbol, un falso plátano, variedad del arce (Ácer pseudoplátanus), había visto pasar junto a él a personas de más de quince generaciones. Era muy frondoso y de hoja caduca. Cada otoño se pintaba de preciosos colores cálidos y se iba desnudando para invernar y volver a brotar en primavera. Era un magnífico superviviente, un abuelo venable. Se le distinguía desde lejos, en una depresión del terreno, entre dos colinas, recortándose orgulloso contra el cielo. Ya no existe.
La persona que manejó la motosierra era un adolescente, sí, pero su acción no puede ser imputable solo a él. Hemos dejado que la tecnología y sus algoritmos se hagan cargo de la educación de los jóvenes, y esta no puede estar resultando, en general, más deficiente. El mundo digital se mueve por los intereses económicos más groseros: no queda nada del idealismo de sus principios, que ha sido reemplazado por el más prosaico y desalmado afán de lucro. Resulta imprescindible devolver la voz a las personas.
El Reino Unido es uno de los países europeos con menos cubierta forestal. Cada vez que pierde un árbol es como si en España, país mucho más arbolado, perdiéramos varias hectáreas de ellos. Les quedan muy antiguos, como el célebre tejo de Fortingall, en Escocia, cuya edad se cuenta por milenios. Este resulta mucho más difícil de cortar por su forma y por hallarse en un cementerio parroquial, entre casas. Menos mal. El arce que acaban de cortar porque sí estaba aislado, en medio del campo. De todas formas, el héroe de esta historia eligió una noche de tormenta por si la motosierra se oía desde la granja que se encuentra a medio kilómetro. Quién sabe, incluso, si vive allí.
Gracias a las redes y a la publicidad, lo antiguo, lo considerado viejo, parece despreciable. La tradición y la historia permanecen olvidadas, como si fueran rémoras del pasado, como si su conocimiento no fuera necesario para entender el presente, como si las personas no fuéramos en cierta forma árboles y necesitáramos también raíces, aunque en nuestro caso sean culturales y no tienen por qué atarnos a un lugar. En las casas no se habla, no se cuenta. La intrusión de los smartphones está acabando con la transmisión de la memoria familiar. Y los árboles forman parte de ella. Son nuestros abuelos vegetales, testigos de todo lo ocurrido durante su vida, a veces —si el hombre no lo impide— milenaria.
Hemos conocido la desgraciada tala de ese árbol porque era célebre y daba de comer a parte de la comarca gracias al turismo, pero hay otras muchas talas de árboles centenarios que pasan desapercibidas. A la vista de la evolución del clima, tenemos que sembrar árboles, jamás cortarlos. Ahí quedan, afortunadamente, como oasis de verdor, esas encinas —nuestros chaparros— en mitad de las besanas de los alrededores de Osuna, capaces de dar sombra a los antiguos segadores y por ello conservadas. Contemplarlas ayuda a imaginar cómo era la Península Ibérica antes de las rozas y la roturación de los campos, cuando la célebre ardilla —atribuida a Estrabón, a Plinio y a Heródoto— la recorría entera sin tocar el suelo.
Vista aérea del árbol talado. Fotografía de la agencia Reuters.
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.