Los niños, esos maestros

Hasta bien avanzado el siglo xx casi nadie pensó en las necesidades infantiles. El niño se consideraba solo como una fuerza de trabajo, una fuerza débil pero rentable porque se le pagaba bastante menos que a un adulto. Las antiguas tasas de mortalidad infantil en los países hoy avanzados, como el Reino Unido, Francia o España, asombran al lector actual, pero entonces se consideraban normales. En el sórdido y oscuro mundo de los expósitos alcanzaban cifras que mueven a espanto. Según demostró José Manuel Ramírez Olid en su libro Los niños del Espíritu Santo de Osuna, en la segunda mitad del siglo xix hubo años en que esas tasas alcanzaron el noventa por ciento de los niños ingresados en la casa de expósitos ursaonense, y en ningún año bajó del cincuenta por ciento. Faltos de atenciones, desnutridos, víctimas de enfermedades hoy curables, los niños, sobre todo los menores de un año, morían con extrema facilidad. El mal estaba extendido por todo el mundo occidental, sobre todo por países como el Reino Unido, donde los niños huérfanos, como ya se dijo en estas páginas en el artículo Tiempos modernos —publicado el 4 de junio de este año—, eran usados como fuerza de trabajo en talleres y fábricas. También morían por problemas de salud muchos niños con hogar. Eran otros tiempos, por fortuna, aunque hoy los niños mueren en estado fetal y no nos enteramos. Los que vienen al mundo, eso sí, reciben en los países occidentales una atención médica inimaginable hace décadas. Sirvan como ejemplo las unidades de neonatología de algunos hospitales, donde especialistas en la salud del recién nacido se aplican como titanes a intentar salvar la vida que contienen esos cuerpos diminutos. 

Hay adultos a los que les encanta ponerse en el lugar de los niños, intentarlo al menos. Igual que existen simuladores de discapacidades o de simple envejecimiento, donde los empáticos voluntarios experimentan limitaciones propias de invidentes o ancianos, existen espacios donde se ha simulado el mundo a escala del niño, niño pequeño, de menos de tres años. Imaginen, por ejemplo, subir una escalera de peldaños que llegan por encima de la rodilla, alcanzar a mesas cuyo tablero está muy por encima de nuestras cabezas o sentarse en una silla tan desproporcionada que nuestras piernas cuelgan sobre un lejano suelo. O también moverse entre gigantes a los cuales llegamos por la rodilla y su mano puede abarcar nuestra cabeza. 

En ese mundo lleno de retos, propenso a las hazañas, al que se enfrentan todos los días, los niños pequeños nos dan lecciones de voluntad y confianza en uno mismo. Observándolos se aprende. A menudo se les ve intentar algo que está muy por encima de sus posibilidades, generalmente un obstáculo físico. El adulto cree que no va poder superarlo —subirse él solo al banco de un parque, por ejemplo—, pero el niño sigue intentándolo hasta que los padres consiguen convencerlo de la necesidad de seguir el paseo o volver a casa. Si le dejaran tiempo, el niño conseguiría subirse, se las ingeniaría como fuera para lograrlo. El adulto, sin embargo, constreñido por ideas heredadas y falto de la frescura y la autoconfianza del niño, al segundo intento dejará el reto por imposible y no logrará superarlo. Muchas veces, en la vida, todo es cuestión de confianza, y los niños lo saben sin necesidad de explicación. También en el nivel de sociabilidad, en la facilidad para hacer amigos, los niños más pequeños superan claramente a los adultos. Cuando tienen otro niño delante ven un semejante. Su mente aún no ha sido deformada por mensajes nacionalistas, aporofóbicos o xenófobos y se hacen amigos al momento y se ponen a jugar. Si de ellos dependiera, las guerras —donde mueren tantos— no existirían. Qué mundo este.

 

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