El milagro del arte
Ayer, mientras leía, encontré una curiosa alusión al Museo del Prado. Se trata del regreso en septiembre de 1939 a Madrid, y a su casa, de sus principales cuadros. En noviembre de 1936 habían empezado a «salir de viaje», en camiones mal acondicionados, sin los embalajes adecuados y por un país en guerra. Entonces recordé haber leído El milagro del Prado, del historiador egabrense José Calvo Poyato, y busqué mis notas de lectura.
Libro objetivo y bien intencionado, El milagro del Prado narra las operaciones que llevó a cabo el gobierno de la República para sacar del Museo del Prado sus obras principales, cientos de ellas, que siguieron el camino del gobierno republicano. La decisión fue muy polémica desde el primer momento, sobre todo entre los amantes del arte. Contraviniendo las recomendaciones de los más altos organismos internacionales, que aconsejaban en tiempos de guerra la conservación de las obras de arte en los museos —el Prado tiene unos hermosos sótanos donde hubieran estado a salvo—, personajes poco preparados culturalmente e impulsados por motivaciones políticas, ordenaron, durante el gobierno de Largo Caballero, la saca del Prado de las obras de Rubens, Tiziano, Velázquez, Goya, etc. Desde el edificio de Villanueva, y en camiones pobremente acondicionados, los cuadros viajaron hasta Valencia, luego hasta Barcelona, después hasta los castillos de Figueras y Peralada, huyendo siempre con el Gobierno. Una vez en el límite del país, a comienzos de febrero de 1939, cuando ya la guerra estaba perdida para los republicanos, autoridades del gobierno de Juan Negrín negociaron con un comité internacional de especialistas procedentes de los principales museos europeos y estadounidenses la continuación del viaje de las obras del Prado hasta Ginebra, donde debían ser depositadas en edificios controlados por la Sociedad de Naciones. Allí se celebraría una exposición temporal y, gracias a lo reunido con las entradas, se devolvería a dichos especialistas internacionales la cantidad que habían adelantado para el transporte desde la frontera. Cuando vino a celebrarse la exposición, el lugar de los representantes de la República en el diálogo con los organismos internacionales ya había sido ocupado por aquellos del gobierno de Burgos, a punto de ser reconocido por el gobierno helvético. La exposición se celebró durante el verano de 1939, inmediatamente antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Fue un éxito rotundo: acudieron a visitarla 400.000 personas. Una vez acabada se tuvo el tiempo justo de organizar la vuelta de los cuadros a España. Hicieron el viaje en un tren especial, que atravesó el territorio francés de noche y a oscuras para evitar posibles ataques de la aviación alemana, pues Francia e Inglaterra ya habían declarado la guerra al país germano. El 9 de septiembre estaban de vuelta en Madrid.
Después de conocer esta absurda odisea sufrida por las obras maestras del Prado, muchas de las cuales, sobre todo las de mayor formato, sufrieron deterioros —principalmente las goyescas La carga de los mamelucos y Los fusilamientos de la Moncloa, gravemente dañadas tras caerles encima parte de un edificio con el que había chocado el camión que las transportaba—, cuando volvamos a la pinacoteca madrileña recordaremos que muchas de sus obras se salvaron de milagro de los ataques a los que fueron expuestas por la ignorancia de oscuros comisarios políticos. Las voces realmente autorizadas —como la del malagueño Ricardo de Orueta y Duarte, responsable, entre otros aciertos, de la noción de «Patrimonio Nacional» incluida en la redacción de la Ley de Protección del Tesoro Artístico Nacional de 1933 (conservada, tal cual, hasta 1985)— estaban completamente en contra de la salida de las obras del museo, pero en aquellos días de confusión, miedo e improvisaciones no eran las más escuchadas. No daré nombres, están en el libro, pero algunos de los responsables de aquella barbaridad son muy conocidos y se han citado a menudo como representantes y defensores del arte.
En las guerras, es sabido, predominan los más bajos sentimientos, las peores inclinaciones de las personas. Que nunca más viva nuestro país nada parecido, ni de lejos. Ante todo, en cualquier situación, concordia, palabra noble, presente en nuestro idioma desde época medieval y portadora de las mejores intenciones.
En la imagen, policías suizos vigilan el traslado de Venus recreándose en la música, de Tiziano, una de las obras viajeras del Prado.
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.