Diego Amador
Era 1981. Alguien se enteró de que los Pata Negra tocaban en Écija y nos pusimos allí. Aparcamos donde pudimos, las calles del barrio sumidas en un grave caos circulatorio. La plaza de toros estaba llena de aficionados de los pueblos cercanos, todos con los oídos muy limpios para escuchar el concierto. En el escenario, bien iluminado, los hermanos Amador Fernández, Raimundo y Rafael en primer término y, perdido entre tanto altavoz y hermano mayor, un niño de largos cabellos color negro azabache sentado en el suelo, las piernas cruzadas y entre ellas unos pequeños bongos. Era Diego. Pasaba casi desapercibido. Pero allí estaba, marcando el compás aunque solo fuera para él. De pronto, en mitad de una canción, por uno de los inconvenientes del directo habituales cuando las cosas se hacen solo regular, se fue la luz. Apagón completo en toda la plaza. No se había calculado bien la potencia que se necesitaba para tanto altavoz y tanto foco. Al comienzo hubo un gran desconcierto entre el público, que chiflaba y protestaba, como es lógico, pero entonces Raimundo explicó a voz en grito que iban a tocar con guitarras de palo, sin electrificación, que los que quisieran escuchar se acercaran. Y eso hicimos. Para nosotros fue como si nos hubieran dejado tocar con ellos, cálido y humano. Solo faltaba una candela. Fue entonces cuando se notó la presencia de Diego. Aquel niño, que no llegaba a los diez años, se sentía arropado con sus hermanos mayores e hizo lo que estaba acostumbrado a hacer en su barrio y con su gente: música.
Han pasado más de cuarenta años. Durante este tiempo Rafael se bajó por decisión propia del carro de la fama y los convencionalismos y Raimundo se hizo muy célebre con canciones, sin duda, comerciales, tanto que todos podemos al menos tararearlas. Raimundo supo, además, explotar la cercanía que le mostró B.B. King, a quien le agradaba ver cómo la semilla que había plantado a lo largo de su vida había germinado, incluso, en un músico como aquel, inquieto, vivaz, ocurrente y del otro lado del Atlántico, donde los soldados de las bases americanas habían traído el blues y el rock, como bien demuestra la directora de cine y documentalista ursaonense Vanesa Benítez Zamora en su imprescindible Rota ’n Roll. Y luego está Diego. Diego es otra cosa. No es tan conocido como su hermano Raimundo, pero su música es de otro nivel, está fuera de los círculos comerciales, al menos por ahora. Eso la salva. Hace unos días lo escuché de nuevo. Está de gira de presentación de su espectáculo Naranjos en la luna, que acaba en noviembre, aunque vuelve a actuar a mediados de diciembre, esta vez junto a Chano Domínguez —dos pianos, dos— en la sala Clarence Jazz de Torremolinos. «Ay, quién pudiera», como cantaba Lole, «fundir en un perfume menta y canela» o, al menos, estar allí. Es el dieciséis.
Diego es ahora un hombre de cincuenta años, alto, delgado. En el escenario viste de oscuro. Tiene el pelo moreno ensortijado y manos de artista, de dedos largos y fuertes pero delicados a un tiempo. Parece muy tímido y, como buen músico, habla lo preciso. Pero cuando canta le sale una voz que parece brotar de los veneros más profundos del flamenco, una voz fuerte, bien timbrada y rica en matices expresivos. Sus cualidades musicales son extraordinarias. No ha recibido enseñanzas regladas pero lleva en contacto con la música desde antes de nacer. Y, como buen artista, no tiene miedo a la soledad. En esta gira no comparte el tablado con nadie. Decorado con la máxima sencillez, el escenario del pequeño auditorio donde lo escuché solo contenía unos cuantos instrumentos puestos en semicírculo. Todos —batería, bajo eléctrico, guitarra eléctrica, teclados y piano— los toca él. Para ello viene en auxilio la tecnología en forma de pedal looper, ese que permite grabar sobre la marcha una base rítmica al que se puede ir incorporando otros instrumentos. Es una herramienta que vemos a menudo en los músicos callejeros, normalmente guitarristas. Estos —los hay muy buenos— van añadiendo capas a la base hasta lograr una canción elaborada y emotiva. En manos de Diego Amador, este recurso tecnológico, y otros que se me escapan, producen efectos sorprendentes por su calidad. Desde la butaca del auditorio se asiste a un proceso parecido a la grabación de un disco, pero en el que todas las pistas corresponden al mismo músico, que tiene el tiempo justo entre compás y compás para ir de un instrumento a otro y entrar a tiempo. Su actuación en esta gira, si se me permite, tiene algo de circense, de «más difícil todavía», aunque eso no quita que sea extraordinaria. A todos los instrumentos les roza el alma. Al bajo le sacó unas notas tan emocionantes que los pañuelos salían sin disimulo de los bolsillos para restañar lágrimas de emoción, lágrimas por unas notas de bajo, quién lo diría. Pero es en el piano donde Diego Amador se expresa con más comodidad, donde es capaz de fundir armonías flamencas en la mano derecha con líneas de bajo jazzísticas en la izquierda, una izquierda, la suya, contundente, llena de acentos puestos con la clarividencia musical que lleva dentro desde que nació, allí, en las Tres Mil Viviendas, para España y el mundo entero.
Si pueden, no se lo pierdan. Pronto actúa en Sevilla.
Fotografía del escenario al final del concierto.
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.