Solo para las personas

El Muelle Uno de Málaga es un centro comercial a cielo abierto situado al borde del mar y con vistas a poniente. Recibe infinidad de visitas de malagueños y turistas de todo el mundo. Tanto éxito ha tenido que hace poco Google confirmó la compra de un edificio muy cercano donde piensa abrir un centro de excelencia internacional especializado en ciberseguridad. Casi nada. Las obras ya han comenzado y es posible que pronto el famoso logo de cuatro colores nos persiga incluso cuando paseemos por allí. En fin: dará trabajo a muchos profesionales de la informática y eso es muy buena noticia. La economía malagueña tiene un problema estructural. Es tan dependiente del turismo que el año pasado, en plena pandemia, sufrió una caída de su PIB del 17%, descenso solo superado por los dos archipiélagos, aún más dependientes de este sector. Esa subordinación al turismo, al turista, ha ayudado a configurar en la ciudad malacitana un carácter muy servicial, tanto que acaba rayando en la sumisión. Todos hemos conocido desde pequeños en carne propia o ajena los abusos cometidos por jefes, patronos y propietarios, dándose la circunstancia, en muchos casos, de que los mayores abusadores no eran los propietarios mismos, muchos de ellos ajenos al día a día de sus empleados, sino los encargados, los que estaban en contacto directo con ellos. Estos abusos siguen ocurriendo y pueden detectarse en cualquier sitio.
El Muelle Uno tiene dos zonas de paseo: una situada a nivel del mar, donde se encuentran las entradas de los comercios, y otra construida sobre los techos de esos locales comerciales, muchos de ellos, los de la parte sur, destinados a restauración. En el paseo superior existen varias terrazas donde sentarse a tomar algo mientras se disfruta de las vistas sobre el mar, los muelles y la ciudad. Ambas zonas se encuentran comunicadas por escaleras y ascensores. Caminaba el otro día por la zona superior cuando vi cómo iniciaba su descenso por una de las escaleras un hombre de unos cincuenta años. Iba vestido con ropa de trabajo y había llegado hasta la escalera empujando una carretilla atestada de pesados paquetes. En su cara se leía el esfuerzo de sujetar la carretilla mientras la hacía descender peldaño a peldaño. Pasaba muy cerca y, como el hombre acababa de iniciar el descenso, me detuve para indicarle que tenía un ascensor a un par de metros. «Sí», me dijo, «lo sé, pero nos tienen prohibido cogerlos». «¿Prohibido?». «Nos han dicho que son solo para las personas». Quedé un poco confuso, no estaba seguro de haber oído bien. Él me lo aclaró. «Los ascensores son solo para los turistas». «¡Pero si son las nueve de la mañana y no hay nadie!». «Ya, pero, bueno, es lo que hay. Gracias de todas maneras», me dijo completamente resignado. Continuó bajando peldaño a peldaño, los músculos en tensión, mientras el ascensor seguía allí solo e inútil, brillante, como nuevo, tocado por el sol. Al momento me vinieron a la memoria imágenes que creía confinadas ya a los libros de historia o a países donde las libertades y los derechos no existen.
Esto debe cambiar. La atención al turista no puede significar la pérdida de la dignidad de las personas que trabajan en ese sector. Ojalá el desembarco de Google, que trabaja a buen ritmo en la reforma del edificio de su sede, anime al incipiente sector tecnológico andaluz y ese despegue ayude a depender menos de los flujos turísticos y las ocupaciones serviles.
Aquí hay mucho talento; solo hacen falta oportunidades.
Imagen tomada en el Muelle Uno hace varios años.
Víctor Espuny
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