Por decreto


El número, 142 decretos leyes en poco más de cinco años. La media, uno cada doce días. Esta es la carta de presentación del Gobierno actual. La separación de poderes ya es historia. Ha ocurrido con el poder judicial y se repite con el legislativo. En España, actualmente, se legisla más desde el Gobierno que desde las Cortes; la legislación excepcional es superior a la ordinaria. Y lo peligroso, que nos estamos habituando a la excepción y quebrando la normalidad constitucional.
El pasado miércoles vivimos otra esperpéntica sesión parlamentaria con ocasión de los tres últimos decretos leyes aprobados por el Gobierno y, más allá del contenido de estos, desconocido para la mayoría de la población, la noticia estriba en la puesta en escena de las desavenencias y ataques entre los socios, y no llevamos ni dos meses de la que fue calificada como la legislatura de la estabilidad.
Para gobernar hacen falta un programa, un equipo y unas mayorías. Y cuando se obtienen, el sistema ofrece los medios para que cada uno de los poderes del Estado realice su misión. Si falta alguno de aquellos, o todos, como en este caso, el Gobierno se dedica a la ingeniería política y jurídica, desvirtuando el sistema, para sacar normas adelante.
La elaboración ordinaria de las leyes requiere tiempo, estudios, negociaciones, la incorporación de propuestas de otros grupos, enmiendas, etc. Sin embargo, buscar vías legislativas alternativas ha sido habitual, bien para ganar tiempo, bien para sortear ciertos controles e informes que, quizás, no se querían recibir. Y, en ese escenario, es donde la figura del decreto ley se ha hecho especialmente recurrente.
Dispone el artículo 86 de la Constitución, que se podrán dictar, en casos de extraordinaria y urgente necesidad, disposiciones legislativas provisionales que tomarán la forma de decretos leyes y que los mismos deberán ser convalidados o derogados en su conjunto. Como vemos, su característica principal es la urgencia, y su especialidad la unidad de su contenido. Y ahí está la trampa. Se tramita como urgente, no lo que realmente lo es, sino aquello que se quiere imponer y no se puede conseguir por la vía ordinaria. Y, como debe aprobarse en su conjunto, se idea alguna causa noble para sustentarlo y luego se le incorporan las exigencias de los socios, verdadera razón de la aprobación. Y se cede cuanto haya que ceder -para muestra, lo ocurrido el pasado miércoles- con el único objetivo de mantenerse en el poder. Y si sale mal, como también ha ocurrido en este caso, siempre queda el fácil recurso de culpar a la oposición de vivir de espaldas a la sociedad.
Al margen de la crítica política que se pueda hacer a esta forma de gobernar -al fin y al cabo, la política es el arte de lo posible, como decía Aristóteles-, el problema es la ausencia de cualquier tipo de límite. Todo vale. Y cuando se traspasa un límite, ya no hay motivo para respetar el siguiente. Las formas son esenciales en una democracia y, desgraciadamente, hoy en España brillan por su ausencia.

POR DERECHO
Abogado, socio-director Bufete Rodríguez Díaz. Profesor en la Universidad de Sevilla (US), Universidad Pablo de Olavide (UPO) y Loyola Andalucía.