Memorias de un estudiante amnésico (25)
La facultad de filología era más parecida a Suiza: un país habitado por personas tranquilas, dedicadas a la lectura y metidas en su cama a las diez. Había excepciones, por supuesto, y estas eran sonadas. Cuando a un filólogo, o filóloga, le daba por vivir la noche era capaz de acabar con todas las reservas de los bares y estar tres días seguidos sin dormir, como si tuviera asumido que el trasnoche y la dipsomanía resultan muy literarios y dignos de copia. Recuerdo varios ejemplos; espero que se hayan recuperado de aquella gran borrachera, larga como de varios cursos, y no les haya dejado muchas secuelas. No obstante lo dicho, la facultad de filología contaba con excelentes personas, aunque solían ser las más aburridas. De las primeras, las poco templadas y dadas a excesos, nacieron durante el tiempo que anduve por la Fábrica de Tabacos varias revistas literarias, algunas de indudable valor. Eran obras juveniles pero escritas y dirigidas por auténticos escritores, pensadores y críticos literarios. Ahora sus redactores son profesores de universidades españolas y extranjeras o trabajan para importantes grupos editoriales. Alguno, incluso, es novelista alabado por la crítica. Miles de personas leen hoy sus columnas en los periódicos pero en aquellos años su público era muy restringido. Me refiero a publicaciones como Anuario del Mediodía y Tempestas.
Anuario del Mediodía estaba dirigida por Adriano Duque, alumno de Filología Clásica. Hijo del conocido escritor Aquilino Duque, Adriano había recibido una esmerada educación en una casa de ambiente cosmopolita y contenedora de una biblioteca poblada por miles de obras maestras. Adriano era de complexión fuerte, sonrisa franca y amante de largas conversaciones. En Anuario del Mediodía, publicado a partir de 1992, colaboraron, entre otros muchos, Juan Frau, actual profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la universidad hispalense, e Ignacio Fernández Garmendia, actual responsable de publicaciones de la Fundación José Manuel Lara y articulista de los diarios andaluces del grupo Joly. La revista dirigida por Adriano estaba editada por el Aula de Prensa de la Facultad de Filología y tenía asegurada su distribución en medios académicos. Del número uno se tiraron doscientos ejemplares en papel de alto gramaje. La revista contenía una amplia representación del profesorado de filología de aquellos años.
Y luego estaba Tempestas. Su primer número había salido en diciembre de 1989 y de él se hicieron solo cincuenta ejemplares. Era completamente artesanal, de doce páginas distribuidas en tres A3 plegados por el centro y sin grapar. Tres años después tiraba mil ejemplares y había rebasado el pequeño círculo de amigos que la redactaba para albergar lo mejor de la intelectualidad sevillana. En su periodo inicial, más vital, la revista estaba dirigida en solitario por Ignacio Fernández Garmendia e ilustrada por su hermano Moncho, ambos sobrinos de aquel célebre escritor, humorista y crítico culinario sevillano, entre otras cosas, que fue José Antonio Garmendia Gil, licenciado en Ciencias Químicas, hombre de largas barbas y largas piernas que andaba por Sevilla a buen paso y apoyándose en un bastón que no necesitaba. Ignacio era alumno de Filología Clásica. Se trataba de una persona singular incluso en su apariencia: alto, muy delgado, de pelo moreno ensortijado, largas patillas bien perfiladas y maneras en cierta forma aristocráticas, muy pulidas. A los pocos números, y dada la calidad de su revista —también escribía en ella Juan Frau, poeta consumado ya en aquellos años—,Tempestas empezó a recibir el apoyo entusiasta de José Luis Rodríguez del Corral, el conocido novelista de Morón de la Frontera, entonces dueño de la librería La Roldana, comercio situado a un tiro de piedra de la Fábrica de Tabacos y, con permiso del bar de filología, punto de reunión de aquellos jóvenes autores. De Juan Frau, sobre todos, guardo un recuerdo entrañable. Juan es una persona de sensibilidad excepcional y muy capaz de dominar la emoción, virtudes que, unidas a incansables lecturas y a una profunda conciencia de lo humano, han hecho de él, desde muy joven, un poeta cierto, una de esas personas tocada por la magia de las palabras. Su andar es pausado, su mirada limpia y sus poemarios, contados, de muy lenta maduración. Este mismo año, por suerte, ha visto la luz uno de ellos, El contorno de las horas, un prodigio de sencillez en la expresión y profundidad en el contenido, tanto que ha merecido el importante premio de poesía Paul Beckett. «No es que los labios mientan, / es que en seguida olvidan lo que dicen» son versos suyos, palabras luminosas, reveladoras, insertas en la misma tradición del mejor Pessoa.
Hubo otras revistas en la Fábrica de Tabacos en aquellos años, incluso derecho tuvo una, llamada Tábula y subtitulada Cartapacio literario, lo que viene a demostrar que los futuros abogados también tenían su corazoncito. Geógrafos e historiadores redactaban Geografía e Histeria, de mejor presentación que la anterior. Ambas estaban editadas por las delegaciones de alumnos de las facultades respectivas y, lógicamente, no quedaban en buen lugar al lado de las publicadas por los filólogos, lectores de la mejor literatura. Dime lo que lees y te diré cómo escribes, dice un antiguo proverbio ático.
(Continuará).
Cubiertas de los números uno de Anuario del Mediodía y Tempestas. (Foto propia).
Víctor Espuny
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.