Una partida de ajedrez
¿Nos aferramos a la memoria por el valor que concedemos a los recuerdos o por el terror que impone el insondable pozo del olvido, que carece de pretil salvador? Así, sostienen algunos que, cuando nos amenaza la oscuridad del olvido, solo tenemos dos opciones: ser osados, como Ícaro, y asumir el castigo por pretender escapar del laberinto o aceptar, como los medrosos moradores de la caverna platónica, que la realidad son las sombras.
No lo sé. Mi experiencia me dice que, si en la memoria aflora algo inesperado, dudo si es un recuerdo cierto o una burlona ilusión. ¿Se explica así que sienta un intenso cosquilleo, como palomitas en el estómago, cada vez que a mi memoria acude un hecho, un nombre, un lugar, cuya verdadera esencia y sentido no acierto a desentrañar?: la Fuente Nueva, la Farfana, el día de la gran riada, Juanito Gorrión y su tienda en Alfonso XII, Marcial y su puesto de chucherías junto a Santo Domingo, Montoya…
¿Era Montoya, como creo, el limpiabotas que lustraba los zapatos a los socios del Casino o producto de un delirio? Digo Casino y saltan otros nombres: Ramírez, que regentaba el bar. Los hermanos Navarro, peluqueros a los que me enviaba mi padre para que me cortasen el pelo. Solo recuerdo el nombre de uno de ellos, Antonio, el menor. Un camarero que se llamaba Eduardo. ¿Y aquel botones que había mientras yo vivía en el pueblo? Me gustaría recordar su nombre y saber si él recuerda el mío.
Visto en la evocadora distancia, el Casino de Osuna es una bella y sobria muestra de las sedes recreativas decimonónicas. Su hermoso patio, la sala de lectura, el salón de grandes ventanales que daban a la Alameda, el otro salón, en el piso superior, escenario de bailes y eventos diversos. Centro de reunión, de tertulia, de recreo, el Casino de Osuna era un espacio en el que el tiempo transcurría sin transcurrir. Se debatían novedades y sucesos cotidianos, se leía la prensa, se tomaba el aperitivo o el café de la tarde, se jugaba a las cartas, al dominó, al billar, al ajedrez… A veces, la comidilla era algún grave descalabro acaecido en las timbas que se organizaban en secreto al amparo de la noche.
También yo acudía con los amigos a jugar al billar o al ajedrez. Pienso en aquella salita reservada para el ajedrez y ante mí se levantan dos sombras separadas por un tablero. No distingo sus rostros, ni adivino sus nombres. ¿Existieron o son otra quimera más? Agobiados por el peso de los años, baqueteados por la vida, encadenados al tablero, quizá sean la vida y la muerte quienes se los juegan a ellos, como en el poema Ajedrez, de Gerardo Diego. Lo sé bien. Sigo mirando sus sombras y, aunque sé que no es así, imagino que, muchos años antes, en ellos pensaba Borges al escribir los dos sonetos unidos bajo idéntico título, Ajedrez: En su grave rincón, los jugadores / rigen las lentas piezas… Observo su juego. Expertos son ambos en el juego, pero muy diferentes sus caracteres. Dicharachero uno, campechano; pícaro amante de movimientos arriesgados incluso ante los ignotos meandros de la vida. El otro, la cara opuesta de la moneda: serio, reconcentrado, de gesto contraído, medita y sopesa cualquier lance; desconfiado, prefiere la trinchera al juego a campo abierto, más expuesto.
No son engaño de mis sentidos; aquellos fantasmas existieron. Pasaban horas ante el tablero, partida tras partida. Yo contemplaba en silencio el sosegado combate entre dos contendientes tan dispares y, a la vez, tan afines. El más serio no entendía su descuido al no prevenir el juego de caballos con que su contrario lo sorprendía. Durante muchas partidas ―¿cuántas?― no advirtió que el otro, el más burlón, levantaba su caballo fingiendo meditar. El codo apoyado sobre la mesa y la frente sobre el puño, la pieza que sus dedos sostenían gravitaba en el aire como un mitológico Pegaso. El tiempo se eternizaba hasta que, por fin, su caballo aterrizaba en una casilla amenazadora. Desconcertado, el jugador cauto no entendía el no previsto y, llevado por su perplejidad, decía: «¿De dónde ha salío ese caballo?». Y el otro, socarronamente, sonreía.
Un día, el jugador cauteloso descubrió la triquiñuela de su oponente, el imposible movimiento del caballo. No lo acusó de tramposo, ni armó escándalo. Mantuvo su templanza habitual, aunque modificó su estrategia de juego. Cuando su amigo cogía y levantaba la pieza, raudo colocaba su dedo índice sobre la casilla y decía: «¡Ahí está el caballo!». Yo disfrutaba viendo aquella contienda de partidas que se confundían en una que parecía eterna. Y sigo dudando si aquellos jugadores eran algo más que una sombra en mi memoria. Pero estoy convencido de que el poema borgiano los retrataba: Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito… Porque sus figuras ―reales o ficticias―, el increíble salto del caballo y el dedo indicador del espacio auténtico siguen vivos en mi mente.
Quizá todos nos creamos jugadores sin advertir que solo somos piezas sobre un tablero de ajedrez en el que otro jugador se apresta a ejecutar el temido movimiento que supone jaque mate. Lo dijo Borges: Dios mueve al jugador, y este, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías?
OSUNA EN EL RECUERDO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.