Las cigüeñas
«Por san Blas, la cigüeña verás», dice el refrán. San Blas ya pasó y, con esto del cambio climático, hasta los animales andan despistados. No sé si las cigüeñas seguirán fieles a sus periodos de migración. Por aquí no las hay. Pero recuerdo que, en el primero de estos artículos en que voy evocando notas de mi pasado en Osuna, mencioné un poemario ―después ya no osé escribir ningún poema más― nacido de la melancolía en que me envolvía el hecho de hallarme lejos de mi pueblo.
Cité entonces algunos versos. Hoy, en esta primavera ya madura, viva en mi mente la imagen de las torres y espadañas de Osuna con sus nidos, no resisto reproducir otros:
¡Cigüeñas de la Concepción,
Santo Domingo,
San Pedro…!
¡Cigüeñas que ilumináis
con celestiales charadas
las alturas
de mi pueblo!
«Las cosas existen porque pensamos en ellas […]; si no piensas, el mundo no existe», pone en boca de un personaje de su última novela Gustavo Martín Garzo y a mí me gusta apoyarme siempre en quienes creo más merecedores de crédito que yo. Por eso, después de tantos años fuera, no dejo de preguntarme si la Osuna real es aquella en la que pienso o el tiempo la ha cambiado, dejando una mella en mi recuerdo.
Y hablando de la melancolía, dice Rosa Montero: «No siempre es así, pero muy a menudo envejecer es irse rindiendo a la melancolía». Pero no hay que confundirse. Aunque leamos en los diccionarios que la melancolía es «tristeza y abatimiento» y que quien la padece «no encuentra gusto ni diversión en nada», me rebelo ante ambas definiciones. Al menos, en este caso y en esta circunstancia; porque esta melancolía mía no es ni tristeza ni abatimiento, sino que se acerca más a la saudade gallega, definida por el escritor portugués Manuel de Melo como «bien que se padece y mal que se disfruta».
La melancolía que siento cuando pienso en Osuna provoca en mí, si acaso, efectos muy contrarios. Tal vez porque sea verdad, como dijo Ray Bradbury, que «escribir es una forma de supervivencia». Cuando escribo pensando en Osuna, tratando de reflejar la Osuna que recuerdo, una Osuna feliz aun en los momentos de grisura, que en aquellos años eran bastantes, recobro el vigor que los años me van restando y me digo que, si todos los caminos, según se afirma, llevan a Roma, a mí todos los caminos me llevan a Osuna.
Machado, desde la lejanía, también trasladaba su saudade a su amigo José María Palacio y le preguntaba si a los campanarios sorianos habrían ido llegando las cigüeñas. De igual modo, retirado ya un invierno que no lo ha sido y mientras la gente empieza a rebozarse en la arena de las playas, yo podría preguntar a Pepe Sarria, a Mariloli Corrales, a José Manuel Ramírez, a Pepe Ruiz…, si las cigüeñas volvieron a ocupar sus nidos en la espadaña del convento de la Concepción, en la Alameda. Esa Alameda que ha sido también Plaza de España y que ahora llaman Plaza Mayor ―¡qué manía la de cambiar los nombres a las cosas y a los lugares!―, espacio que acogía la mayoría de nuestros juegos a la caída de la tarde, especialmente en verano. Las niñas jugaban a la comba o a la rayuela; los niños, al salto del moro o a piola; a veces, ellas y nosotros nos mezclábamos y jugábamos al pañuelo. Y arriba, vigilándonos, las cigüeñas.
Y como un recuerdo siempre arrastra a otro, la Alameda no era solo lugar de juegos, sino que allí comprábamos, según las estaciones, los majoletos, las uvas de palma, las acerolas, los palmitos ―las castañas las asaban en la esquina de Santo Domingo―. Y por la Alameda comenzaban a aparecer aquel hombre ―¿cómo se llamaba?― que nos atraía con su reolina y los barquillos de canela, y aquel otro del carrito de los helados.
Pero, sobre todo lo que digo, el recuerdo de la Alameda siempre me aparece asociado al del vuelo de las cigüeñas que giraban pausadamente sobre el cielo de la plaza hasta posarse en su nido de la espadaña. Entonces, como si quisieran retarnos o solo tal vez dar fe de que ellas eran quienes reinaban en las alturas, iniciaban su orgulloso crotoreo. Un canto sobre el que escribió Rafael Alberti:
Si la cigüeñita canta
arriba en el campanario,
que no me digan a mí
que no es del cielo su canto.
La melancolía se agudiza porque aquí no hay cigüeñas. Su ruta migratoria no pasa por estos cielos. Aquí abundan más las cotorritas argentinas y las tórtolas turcas, especies antipáticas e invasoras que usurpan el espacio de otras aves y que, además, carecen de la elegancia y belleza de las cigüeñas cuyo crotoreo resuena aún en mi oído.
OSUNA EN EL RECUERDO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.