Don Francisco Olid Maysounave
La vida pasada nos queda oculta bajo numerosas capas. Solo cuando los años la van despojando de las más superficiales, podemos ver con nitidez cada experiencia. En ese momento actúa el filtro de los recuerdos. «Nada está exento de una obligación en cuyo cumplimiento consiste la honestidad y en su omisión la torpeza», escribió Cicerón. Probablemente Dante pensaba en esa honestidad cuando, refiriéndose a su maestro Brunetto, reconoció en la Divina Comedia conservar la imagen de la querida imagen paterna que le enseñó cómo el hombre se hace eterno. Y creo que fue Heidegger ―aunque no consigo localizar la cita― quien dijo que un maestro es sembrador de todo lo que vuelve humanas a las personas. Desechadas ya muchas capas superfluas, descubro en mi corazón las figuras amables de quienes fueron mis maestros en Osuna. Ellos me ayudaron a ser lo que soy y en estas líneas deseo manifestar mi agradecimiento y rendirles homenaje por cuanto hicieron y me dieron.
La primera figura que se me desvela es la de don Eduardo. Ignoro su apellido. Único seglar en un colegio en el que no había más que frailes, soy incapaz de desentrañar el enigma en que lo veo envuelto. Alguna vez oí que estaba, de algún modo, «recogido y protegido» por la comunidad. Pero, ignorante de tal eventualidad, lo que queda en mí de don Eduardo es que fue el maestro que me enseñó a leer y a escribir y quien, gracias a aquellas lecturas que hacíamos en corro, me aficionó a leer el Quijote.
El siguiente en esta lista es una figura singular y curiosa: don Bernardo Martín. De apariencia seria, pero persona dotada de humor socarrón e infinita paciencia. Él me preparó para el examen de ingreso, si la memoria no me falla. Aparte de eso, hubo otro lazo que me unió a él. Siendo director de Radio Juventud de Osuna, me dejaba estar bastantes horas en los estudios de la emisora, e incluso «pinchar» discos alguna vez. De don Bernardo aprendí que la enseñanza no está reñida con el humor y el desenfado.
En el instituto, muchos profesores intervinieron para moldearme ―don Julio Corta, doña Aurora, don José Sánchez, don Antonio Delgado, doña Carmen y doña Eulalia, don Luis de Andrés, don Antonio Moyano…―. De entre todos, dos destacan porque se convirtieron en maestros eximios, guías y formadores de mi carácter. Uno de ellos sería quien pusiera los cimientos de mi profesión futura, don Aniceto Gómez, hombre de aspecto algo estrafalario y aire despistado que provocaba nuestras risas cuando lo veíamos llegar al instituto en su Lambretta. Si don Eduardo me enseñó a leer y escribir, don Aniceto me inculcó el amor por la literatura. Como prenda suya, aún conservo el ejemplar que me regaló ―dedicado― de un cuento con portada de Cristóbal Martín.
El otro, y su recuerdo despunta sobre el de todos, fue don Francisco. Si digo don Francisco, sobra que tenga que recordar sus apellidos: Olid Maysounave. De don Francisco se han dicho muchas cosas. La necrológica que publicó El País a su muerte, en 1983, lo llamaba «prestigioso abogado y catedrático»; en un artículo de 2021 lo calificaban de «ilustre ursaonés y prestigioso abogado»; el número 189 de la revista Archivo Hispalense (año 1979), iba dedicado «A Francisco Olid Maysounave, pedagogo ejemplar y hombre bueno».
Entre los elogios, me quedo con el último, hombre bueno, sin olvidar que fue gran profesor y eminente abogado. De don Francisco aprendí que a los alumnos hay que tratarlos con cariño y respeto, que la seriedad no está reñida con la confianza, que nunca el profesor debe ser un déspota. Si los compañeros de curso nos reuníamos alguna vez en su casa para participar en un concurso de la radio, don Francisco se nos unía y nos ayudaba a encontrar las respuestas para el concurso. Y un día que me encontraba preparando unos temas de latín junto a su hija, enterado de que no tenía tabaco, se me acercó y me ofreció su petaca. Aparte de estar azorado, yo no sabía cómo se liaba un cigarro; con toda naturalidad, no dudó en liármelo él.
Pero don Francisco era mucho más que el afecto que yo pudiera sentir hacia él. Si otro don Francisco, Rodríguez Marín, fue el gran valedor para que en nuestro pueblo funcionara el único instituto de la provincia de Sevilla, aparte de los de la capital, don Francisco Olid Maysounave sería el artífice de que a Osuna no se lo quitaran.
No hace tanto, me llegaron rumores sobre un movimiento que pretende desacreditar su figura y nombre. Sinceramente, siento dolor y vergüenza. Frente a cualquier cosa que se pueda decir, quienes quieren restar mérito a don Francisco olvidan que, en todo tiempo y en cualesquiera circunstancias, don Francisco fue un hombre bueno y que a las personas hay que juzgarlas por sus actos. Para mí, encarna el modelo de honestidad que pedía Cicerón, la imagen paterna que citaba Dante y el sembrador de la definición de Heidegger. Lo último que conservo de él es una cariñosa carta de 1979, cuatro años antes de su muerte, en la que me llamaba «querido amigo».
OSUNA EN EL RECUERDO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.