Osuna y su instituto
A veces, uno ata su vida a un lugar al que concede un valor sentimental difícilmente medible ―Antonio Machado y Soria, James Joyce y Dublín, Mercé Rodoreda y Barcelona…―. En ello intervienen factores de muy variada naturaleza y no hace falta ser escritor. Aunque solo un cuarto de la mía ha transcurrido allí, siento una querencia sentimental hacia mi pueblo natal, Osuna, y su instituto. Pero es un sentimiento no compartido en idéntica proporción. El pueblo es el pueblo y ahí está, para lo bueno y para lo malo. El instituto, en cambio, es otra cosa. Cuando ahora oigo hablar de lo que pomposamente llaman la Antigua Universidad, me entra una especie de repelús, porque parece que me están quitando algo, que están vaciando de contenido una parte de mi existencia, porque, para mí, aquello siempre fue y sigue siendo el instituto.
El pueblo que en mí perdura es un laberinto de calles ―Navalagrulla, Callejón de Tía Mariquita, Luis de Molina, Cilla, Gordillo, Barbabaeza, Comedias, Alpechín, Martos, Cuesta de San Antón, Hornillos…; plazas de Salitre, del Duque, del Bacalao…― en el que cada esquina, cada revuelta, despierta un recuerdo.
Pero el instituto, ya digo, cala en mí con más hondura. Sus muros me acogieron durante años cruciales de mi vida ―siete, casi la mitad de los que viví en el pueblo―. El instituto que jamás olvidaré lo conformaban dos universos que, como las líneas paralelas, solo confluyen en el infinito de la extensa campiña poblada de olivos. Uno, externo, que se dilata en un tiempo anterior y posterior al mío, es «esa mole severa» ―así lo llamó Rodríguez Buzón―, esas cuatro flechas que, desde su altura, miran hacia el Camino de las Cuevas y las Canteras; hacia el Cerro de la Gallega y los Paredones; hacia las Viñas y la Gomera; y, manteniendo con ella hermandad entrañable, hacia la Colegiata, que parece ocultarla―¿protegerla?― de miradas envidiosas.
El universo interior, más íntimo, lo integran la constelación de columnas llenas de nombres grabados y aulas repletas de ecos, columnas y aulas ordenadas en torno al húmedo bostezo del aljibe, agujero negro que atrae y guarda en su regazo los miles de historias de quienes hemos pasado por allí. La mía ―que recuerdo, como Juan Camúñez recordaba la suya, «aún niña y tierna»― la habitan quienes fueron mis profesores, de los que algún día tendré que hablar, y mis compañeros, el verdadero imán que tira de mí hacia ese centro.
Ha habido culturas en las que se piensa que la fotografía es una forma de despojar a alguien de parte de su alma. Si ello fuese cierto, las fotos que conservo, y muy especialmente la que aparece unas líneas más abajo, me otorgan el don de poseer algo de esas almas y también una posibilidad de concederles la inmortalidad. Creo haber leído en Bioy Casares que hemos perdido la inmortalidad porque nuestra resistencia a la muerte no ha evolucionado y nos aferramos a la idea rudimentaria de retener vivo todo el cuerpo cuando lo que habría que buscar es conservar solo lo que interesa a la conciencia.
No sé si esa idea es aplicable a los recuerdos. ¿Nos empeñamos en conservar detalles que carecen de transcendencia, convirtiéndonos en víctimas de un engaño que nos incapacita para recomponer el pasado con lo que verdaderamente importa? Pienso entonces que si la vida es cambio permanente ―ya lo dije en el primero de estos artículos, «panta rei, todo se mueve y nada permanece», que sostuvo Heráclito―, no debemos olvidar lo que siguiendo la tesis heraclitiana dijo en otro lugar Platón: «Ninguna cosa tiene un ser único en sí misma y por sí misma […] Todo lo que decimos que es, está en proceso de llegar a ser […] Nada es jamás, sino que está siempre en proceso de llegar a ser», Por eso estoy seguro de que quienes fueron mis amigos en el instituto, y yo mismo, no somos ya los que fuimos, porque desde que se tomó esa foto durante un viaje de alumnos de sexto y preu a Cádiz han pasado más de sesenta años.
Todos hemos cambiado. Consciente de tal verdad, no me interesa el proceso de cambio, los accidentes sobrevenidos. Quiero retener lo que me hizo feliz junto a ellos: la sonrisa de Carmelita Olid, el gesto adusto de Amador, el silencio elocuente de José Manuel, el desparpajo de Pepa Márquez, el brillo y hondura de la mirada de María Medina, el aire despistado de Bertuchi, el espíritu burlón de Pepe Zamora, la tímida apariencia de Conchi Selva, el porte señorial de Mercedes Montes; y a Murillo, a Rosarito Rivera, a Pepe Sarria, a Mati Pérez…
Tengo que reconocer la dificultad para escapar de que lo que dice Bioy Casares sobre ese no conformarnos solo con lo que interesa a la conciencia. Lo demuestra mi olvido de algunos nombres ―lo que pierde su nombre parece como si no existiera― y me siento mal por ello. Sé que Pérez Moreno, a quien considero más práctico e intuitivo que yo, o el mismo Pepe Zamora si aún estuviese entre nosotros, no dudarían en restituir todos los nombres de los que fuimos
OSUNA EN EL RECUERDO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.