Novelitas y novelas del Oeste


Mi generación creció con la televisión en blanco y negro y una única cadena: la segunda empezaba su emisión avanzada la tarde, casi a la hora de acostarse. Había series, por supuesto, como ahora, como las ha habido desde que un avispado editor francés descubrió en la primera mitad del siglo XIX el potencial económico de la literatura folletinesca; a la televisión llegaron después de haber pasado por la radio, donde algunas —como Ama Rosa, La intrusa o Simplemente María— gozaron de gran éxito de público. La radio estaba bien para escuchar esas radionovelas, pero la pantalla era un competidor demasiado poderoso y pronto fue un miembro más de la familia, alguien que contaba historias ilustradas. Gracias a Viaje al fondo del mar (1964-1968), una ficción oscura y en ocasiones terrorífica, nuestra imaginación se pobló de monstruos que acechaban la vida de los tripulantes de un submarino nuclear que pasaba a ser un frágil juguete entre los tentáculos de feas y gigantescas criaturas submarinas. Fue una serie que engendró pesadillas y no ayudó a superar la época de miedos nocturnos infantiles; a pesar de eso la veíamos, como si intentáramos superar una prueba cada vez que lo hacíamos. Pero nuestras series favoritas eran las del Oeste. Dos fueron las principales, ambas de gran éxito de público, y no solo infantil: Bonanza (1959-1973) y El Virginiano (1962-1971). La primera contaba la vida de la familia Cartwright, residente en el rancho La Ponderosa. El grupo estaba formado por el padre, viudo de varias mujeres, los hijos y un cocinero chino muy chistoso, al menos lo recuerdo así. Los hijos, todos varones y ya hombres, eran tres, cada uno de una manera muy distinta porque eran hijos de diferentes madres. El menor estaba interpretado por Michael Landon, el mismo actor que ya en los setenta se haría célebre encarnando al padre de La casa de la pradera (1974-1983), aquel hombre que cogía un violín e interpretaba alegres aires irlandeses cuando la cosa se ponía muy mal, pues esta serie fue muy triste, pasaban grandes desgracias, qué desafortunada era la familia Ingalls. Pero retrocedamos de nuevo. Si Bonanza nos encantaba El Virginiano nos transportaba al séptimo cielo. Aquí los personajes principales eran solo dos: el virginiano propiamente, un hombre moreno y bien parecido vestido siempre de negro, y su amigo Trampas, este vestido de claro, menos responsable y más chistoso. Ambos andaban enredados en amores bastante puros —imaginen cómo eran en aquella época los argumentos de las series—, tenían una gran puntería con el revolver y montaban a caballo como auténticos centauros. Lo más de lo más para nosotros, aprendices de adultos. Aquellos tiempos fueron así. Las productoras estadounidenses habían encontrado un auténtico filón en el wéstern, aunque la mayoría de lo que producían era muy comercial. En fin, nosotros no éramos selectivos y nos tragábamos cualquier cosa. Cuando los domingos por la mañana íbamos al cine San Pedro veíamos wésterns en los que una muchedumbre inacabable de pintarrajeados, vociferantes y malvados indios atacaba una caravana, que al momento disponía las carretas formando una circunferencia. En las carretas viajaban familias enteras de pusilánimes colonos acompañados de su mujer y sus hijos y obedientes a las órdenes de un hombre muy valiente y de una puntería sobrehumana. Siempre moría alguien que no debía haber muerto, pero la mayoría sobrevivía y podía seguir el viaje hacia las tierras que iban a poblar. Los indios eran solo «salvajes», seres muy malvados, de instinto asesino. Crecimos así, con esos mensajes. Hoy, afortunadamente, los contenidos que nos pueden llegar de la época de población por europeos del Oeste americano no son solo aquellos. No puedo hablarles de los wésterns recientes porque hace años que no veo alguno, aunque sí puedo hacerlo de literatura, de clásicos del Oeste. No me refiero a las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, que los hombres mayores de mi infancia que sabían leer y disfrutaban haciéndolo cambiaban en los quioscos una vez leídas, ni tampoco a las narraciones de Zane Gray (1872-1939), propias de la literatura juvenil de los sesenta y los setenta. Quiero hablarles de los cuentos de Bret Harte.
Las versiones de su biografía son tantas como sus biógrafos, pero parece claro que Bret Harte nació en Albany (Nueva York) en 1836. Lo hizo en el seno de una familia acomodada de la que huyó en plena adolescencia atraído por la llamada del Oeste. Allí desempeñó oficios como buscador de oro o empleado de la compañía Wells Fargo, fundada pocos años antes como empresa proveedora de servicios bancarios para los buscadores de oro. También fue maestro en pequeñas poblaciones de las montañas californianas. Esta variedad de empleos y la educación libresca que había recibido facilitaron en él la formación de un excelente narrador, contador de vivencias propias hechas ficción. Sus mejores cuentos, están radicados en poblaciones pequeñas nacidas al calor de la fiebre del oro. Son localidades habitadas sobre todo por hombres en apariencia muy rudos y pendientes solo del beneficio material, pero capaces de responder con gran generosidad cuando la ocasión lo requiere. En ocasiones sus narraciones juegan con la existencia de profundos contrastes, a menudo la base de la emoción o la comicidad. Son reglas universales. Si juntas a un gordo y a un flaco (Laurel and Hardy); a un hombre muy alto y otro muy bajo (Dúo Sacapuntas, Tip y Coll); a una persona muy idealista y cultivada con otra muy prosaica y zafia (Don Quijote y Sancho Panza); o a un hombre delgadito y chistoso con terribles delincuentes (Roberto Benigni en Bajo el peso de la ley), es fácil que la risa surja. La emoción la consigue Harte situando en medio de un grupo de hombres sucios, dedicados solo a buscar oro en las montañas, a un recién nacido huérfano o a un niño enfermo que nunca ha tenido regalos de Santa Claus, en una Nochebuena, además, de tiempo borrascoso. O también uniendo a un adán amante de la botella, que no recuerda la última vez que se bañó, con una señorita remilgada incapaz de salir de su casa sin mirarse al espejo incontables veces. Sus cinco mejores cuentos fueron escritos en 1868 y 1869 y publicados en español por la editorial Navona en 2009 con el título de Cuentos californianos y traducción de Rebeca Bouvier. Los mismos —La suerte de Roaring Camp, Los marginados de Poker Flat, Miggles, El socio de Tennessee y El idilio de Red Gulch—y otra decena más han visto la luz en 2017 con el título de Cuentos del Lejano Oeste en la editorial Alba, traducidos en esta ocasión por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera; existen otras versiones —como la de Ediciones de la Isla de Sistolá (2018)— que no conozco y no puedo comentar. De las dos que he leído prefiero la traducción de Bouvier, pero ese libro es difícil de encontrar. En cualquier caso, pueden leer la versión de Cardeñoso. Encontrarán un autor que mira con ojos humanitarios la vida en el Oeste, capaz de denunciar ya en esa época el racismo que sufrían las minorías en aquellas tierras —sobre todo hispanos y asiáticos— y las matanzas de los pobres indios llevadas a cabo por los omnipotentes hombres blancos. Y aparte de eso, por supuesto, saloones, tahúres, duelos y todo lo esperable en las narraciones del género.

CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.