
CUADERNO DEL SUR
Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.
En la era analógica leía El País en papel y dedicaba un tiempo a los resúmenes de películas programadas en televisión. Eran textos muy divertidos, cortos y repletos de adjetivos demoledores. Los leía aunque no pensara en ver películas, solo por reír. Por lo general las destrozaba, hacía de ellas algo muy poco atractivo, aunque se rendía a lo evidente cuando se trataba de una obra maestra. Pero obras así hay muy pocas, por simple definición. No puede ser que aparezcan nuevas obras maestras en la cartelera cada semana, que cada año surjan genios nuevos. Y no solo en el cine. Genios han existido muy pocos en la historia de la humanidad: tendemos a confundir la genialidad con la brillantez o el talento. La palabra genio ha perdido prestigio, se ha roto, como el amor de nuestra insigne Rocío Jurado, de tanto usarla. Y, por si esto fuera poco para despistarnos, esas reproducciones incluidas en las carteleras de objetos que simbolizan premios de festivales —el oso de Berlín, la palma de Cannes, la concha de San Sebastián, el león alado de Venecia…— a menudo son solo reclamos publicitarios para incautos.
El pasado uno de mayo se estrenó en salas de cines la última película del presunto genio Ryûsuke Hamaguchi. Intento no perderme las películas buenas que hay en cartelera —hace nos días vi la muy recomendable Siempre nos quedará mañana, de Paola Cortellesi (directora y protagonista)— y esta semana he visto la última de Hamaguchi, El mal no existe. Desesperante. Durante los primeros diez minutos de proyección nadie dice nada y la cámara se limita a filmar en nadir y en movimiento sosegado un bosque en invierno. Luego una cámara fija y en plano frontal recoge a un hombre partiendo troncos durante otros cinco minutos. A esas alturas de la película ya había mirado el reloj y varios espectadores se habían levantado y se dedicaban a caminar por el pasillo entre los asientos para hacer piernas. Otros habían salido al vestíbulo a ver carteleras o charlar con la taquillera, seguros de encontrar al volver el relato donde lo habían dejado. La película sigue avanzando a la misma velocidad durante sus interminables ciento seis minutos. Al principio uno puede pensar que esa lentitud está en consonancia con el ritmo de vida del bosque donde transcurre la acción, un lugar donde no existe la prisa, solo el devenir natural de las cosas. Pero cuando la cámara pasa a enfocar al mismo señor que cortaba leña llenando garrafas de agua con un cacillo durante otros buenos minutos uno empieza a pensar que es incapaz de comprender a este genio o está siendo estafado. Eso por no aludir a la brusquedad del montaje o al abuso de tomas con la cámara al hombro.
El asunto de la película es muy loable y necesario, la salvaguarda de la naturaleza, el ecologismo entendido como la preservación de la casa de todos que es nuestro planeta. Una pequeña comunidad de montaña se alza contra los deseos de una empresa de la gran ciudad de abrir en el bosque un glamping, un campin glamuroso, un establecimiento para urbanitas adinerados deseosos de vivir la experiencia de estar en contacto con la naturaleza. Esas instalaciones requieren la construcción de infraestructuras agresivas con el medio, sobre todo una fosa séptica a todas luces insuficiente y cuyas filtraciones volverían tóxica el agua de los alrededores, de una pureza excepcional. Los miembros de la comunidad, como era esperable, se van a levantar contra esa pretensión. Entiendo que esta película intenta alertar a los ciudadanos de los peligros de los negocios que buscan la rentabilidad por encima de todo, del egoísmo, de la falta de ética de algunos empresarios, pero al hacerlo de esa manera casi experimental deja al espectador aturdido y poco o nada proclive a recomendarla. Las hay mucho más efectivas —Gorilas en la niebla o Erin Brokovich—, ya sean sobre la defensa del medio natural o sobre la lucha contra las grandes y abusivas corporaciones, porque son más amenas, menos intelectuales, porque lo intelectual, cuando sobrepasa la capacidad de comprensión, se convierte en inútil pedantería.
