El paseo
Hay días en los que uno no sabe de qué escribir. A mí me ha pasado hoy. Hace una hora que creé este documento, dejé el portátil encendido y me fui a la calle, la pantalla en blanco brillando, como la luna, en la oscuridad del despacho vacío. Eran menos de las diez y las aceras estaban aún medio vacías, desprovistas del bullicio que se crea tras la apertura del comercio. Recordé que quería encontrar A este lado del paraíso, de Francis Scott Fitzgerald, así que me fui a tomar café al bar para hacer tiempo. Por el camino pasé por un quiosco donde un quiosquero gruñón vende libros usados y me llevé El balneario de Carmen Martín Gaite y En la vida de Ignacio Morel de Ramón J. Sender por un euro: placeres verdaderos a un precio irrisorio. Con Sender en particular llevo años disfrutando: fue un autor valiente, conocedor de la historia española y dueño de un valioso sentido del humor. El bandido adolescente (la historia de Billy El niño), Carolus Rex (parte de la vida del último de los Austrias españoles), La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (un hombre voluntarioso a la búsqueda de El Dorado) o La tesis de Nancy (desternillante) son novelas muy recomendables. Ya en el bar, Tomás, el camarero gordito, canoso y simpático que sirve las mesas, bromeaba con sus compañeros declarando en alta voz que desea que suba el Murcia, incluso el Elche, pero que de ninguna manera desea que suba el Hércules de Alicante. Eso pronunciado en el centro de la antigua Lucentum no tiene por qué tener consecuencias funestas, sobre todo si se sabe con quién se está hablando. A mí el fútbol me sirve de tema de conversación, como a mucha gente, y no voy a discutir con nadie por él. Pero resultó divertido porque sus compañeros empezaron a amenazarle con asesinarlo allí mismo, algo que puede resultar entretenido cuando se sabe que solo es un acto de comunicación, esa necesidad, tan sanadora. Salí del bar reconfortado y a las diez y cinco entraba en la librería que me coge más a mano: la Casa del Libro. La del centro de Alicante ocupa solo el bajo de un edificio, generoso, eso sí, no un edificio completo, como ocurre en otras ciudades. Al lector curioso le gustará saber que esta empresa existe desde 1923 y fue la primera librería española en permitir a los clientes hojear los libros para valorarlos sin compromiso de compra, estrategia comercial que luego empezaron a copiar las otras librerías. Durante décadas perteneció a Espasa-Calpe, pero desde 1992 es propiedad del Grupo Planeta. Este cambio en la propiedad y la gestión ha supuesto una bajada obvia en la calidad de los productos. Las entradas y los escaparates de sus sucursales se han llenado de pirámides de libros editados por este grupo, que desde la fundación de la Editorial Planeta en 1949 —hecho que tuvo lugar en Barcelona y de la mano del inquieto José Manuel Lara Hernández, natural de El Pedroso (Sevilla)— ha vivido un proceso de transformación ejemplar para entender cómo la bajada de los estándares de calidad literaria, la búsqueda del super ventas, supone una subida de las ganancias. No hay más que comparar los nombres de los ganadores y finalistas del Premio Planeta de hace unas décadas (Ana María Matute, Ignacio Aldecoa, Mercedes Salisachs, Ramón J. Sender, Alfonso Grosso, Juan Marsé, Juan Benet, Fernando Quiñones, Francisco Umbral, Torrente Ballester, Camilo J. Cela, Mario Vargas Llosa) con los de ahora.
Bordeé esas pirámides de libros-ladrillo escritos por presentadores de televisión y me acerqué al mostrador. Di los buenos días y una dependienta tan jovencita que podía ser mi nieta me atendió solícita. Tuve que repetirle el nombre de Francis Scott Fitzgerald varias veces porque nunca lo había oído. Para mi sorpresa, el libro no está agotado, me lo podía pedir. Le dije que lo hiciera, por favor, y ella empezó a solicitar datos. Me pidió el teléfono. Le dije que no pensaba dárselo, y ella me dijo que lo necesitaba para avisarme de la llegada del libro. Le pregunté cuánto tardaría y me dijo que dos o tres días, así que le dije que me pasaría a recogerlo al final de la semana. «No, señor. Si no me da un teléfono, un nombre y un apellido no puedo hacer el pedido». A pesar de todos estos requerimientos la muchacha me había caído bien y le di un teléfono, un nombre y un apellido —en estos casos me llamo Andrés Cruz—, con lo que salí de la tienda satisfecho y volví al despacho. Al entrar he reencontrado la brillante pantalla del ordenador en blanco y, sin saber de qué iba a hacerlo, me he puesto a escribir hasta llegar a este punto. Otro día estaré más inspirado.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.