Fiesta de la Inmaculada

Cuando entro desde Málaga, el instituto es casi lo primero que veo. Ahora se ha impuesto otro nombre, Antigua Universidad. ¿Cuántos quedamos para quienes siga siendo «el instituto»? Al divisar desde la carretera sus torres rematadas por azulejos blancos y azules algo se me remueve por dentro. Me niego a emplear otra expresión que no sea «mi instituto». Hacerlo sería renunciar a una etapa crucial de mi vida. Entre 1956 y 1963, jugábamos en aquel patio con su aljibe, subía y bajaba la elegante escalera, miraba con asombro los nombres grabados en sus columnas, ocupaba uno de los grandes pupitres negros de sus aulas, me cohibía entrar en el Paraninfo.
Son muchos los nombres asociados a aquellos muros. Profesores como don Francisco, doña Aurora, don Aniceto, doña Eulalia, Sánchez Romero…; alumnos, compañeros: Mati Pérez, Piquiqui, Pérez Moreno, Amador, Mari Pelayo, Carmelita Olid, José Manuel, Pepa Márquez, Mercedes Montes, Marchena, Gil Ollero, Murillo, Angelita Fernández…, tantos…; el bedel al que le faltaba un brazo, Rafael, siempre con el cigarro entre los labios… ¿Cómo ese lugar podría dejar de ser «mi instituto»?
Cuando este artículo se publique, faltarán dos días para esa fecha. 8 de diciembre. Fiesta de la Inmaculada. ¡Claro que sabíamos de la antigüedad de aquel recinto que nos envolvía! ¿O no nos lo recordaban continuamente las enormes letras que ocupaban el lateral izquierdo del enorme vestíbulo? ¿No nos recordaba año tras año el director espiritual ―don Antonio, el padre Gregorio, don Juan―, durante la homilía de la misa ritual, que, trescientos años antes de que la Iglesia proclamase el dogma, nuestro instituto ya defendía la Concepción Inmaculada de María? Pero nosotros no entendíamos de aquellos detalles históricos ni de teología. Sería el tiempo, pasados los años, quien se ocupara de reponer cuanto nuestra memoria, entonces, dejaba a un lado.
La Inmaculada era una fiesta que nos colmaba de alborozo; la sentíamos casi tan importante como el viernes santo, en que salía a la calle Jesús Nazareno; casi como el 12 de enero, festividad del patrón san Arcadio. Tan importante, que gran parte del pueblo subía hasta aquellos confines ―detrás del instituto no quedaba ya sino el Cerro de la Gallega, las Canteras y los Paredones― para celebrarla con nosotros.
¿Cómo voy a llamar Antigua Universidad a lo que nunca dejará de ser «mi instituto»? ¿Cómo voy a olvidar la fiesta en la que hoy pienso? La fiesta, en mi memoria, se iniciaba una vez acabada la misa, cuando formábamos una fila ante un aula, en la esquina oblicua a la entrada, de la que una desigual pareja de profesores ―¿eran siempre los mismos, o es equivocado recuerdo mío?― formada por don Julio Corta, alto y fornido, y don Antonio Moyano, achaparrado y grueso, salían portando una cesta de la que sacaban y repartían un bollo de pan y una onza de chocolate a cada uno. Me río recordando la asombrosa facilidad de Antonio Moyano para reconocer a quienes volvían a ponerse en cola buscando recibir una ración extra: «¡Quita de ahí, zangolotino, que tú ya llevas lo tuyo!», solía decir. O algo parecido.
El plato fuerte venía a continuación: las exhibiciones gimnásticas y artísticas. Las alumnas, siempre en el patio interior, con camisa blanca y puchos verdes de los que nos burlábamos, porque nos parecía ridícula aquella prenda que la mojigata moral de la época imponía. Con especial fijeza recuerdo el año en que unas compañeras de curso ―Angelita Morales, María Medina, Rosarito Rivera y otras…― interpretaron una escena de ballet ataviadas con vaporosos tutús blancos; tutús, lógicamente, que respetaban el modelo romántico ―falda larga―. A nadie se le hubiese ocurrido emplear faldas de las llamadas pancake o plato ―cortas―.
El final era la tabla de gimnasia y la demostración atlética de los alumnos, pantalón corto y camiseta blancos, que cada año, en la explanada que separaba el instituto de la Colegiata, dirigía don Luis de Andrés ―a veces confundo su apellido con el de otro profesor, don Torcuato―. Desfile, banderas, movimientos sincronizados que nos habían costado largas jornadas de preparación y que el Cronista de la Villa, J. J. Rivera Avalos, de haber hablado de ello, calificaría como espectaculares.
¿Cómo olvidar que todo aquello sucedía en «mi instituto» el 8 de diciembre, día de la Inmaculada, aunque a mí me doliera la punzante espina de no haber competido con otros compañeros en la exhibición atlética, porque mi torpeza para el salto de altura o de potro, para los ejercicios de barra o para el salto de longitud era tanta que jamás hubiese podido compararme con ellos?
