Elecciones y votos

Tras petición expresa del equipo de El Pespunte al Prof. Dr. D. Víctor Moreno Catena quien desde pequeño tiene una gran vinculación con Osuna donde estudió Bachillerato y Preuniversitario, y reside parte de su familia. Este importante profesional del derecho ha accedido a obsequiarnos con este interesante artículo sobre el panorama actual del sistema electoral.Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid,es Secretario General de la Conferencia de Ministros de Exteriores Iberoamericanos y Secretario General de la Red Iberoamericana de Cooperación Jurídica Internacional (IberRed). Asimismo, es miembro de la Sección Especial de la Comisión General de Codificación para la redacción de la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal. Entre sus cargos de responsabilidad destacan la condición de Secretario General Técnico de Interior entre 1988 y 1993 y Subsecretario de Interior en 1993 y la de Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla en 1988.

Se han convocado elecciones generales en España para el día 20 de noviembre. Ésta es sin duda la manifestación más solemne de la democracia representativa, de un sistema político en el que los ciudadanos eligen a los parlamentarios, lo que se articula a través de los partidos políticos o de las agrupaciones de electores; en esa condición de representantes deben tomar las decisiones que afectan al desarrollo social, intentando mejorar la vida de los ciudadanos, en aras del bien común. Se trata del acto formal más importante del sistema democrático, que atribuye el poder político a quienes deben actuar en nombre y por cuenta de todos. El resultado de las elecciones ha de reflejar con cierta fidelidad la voluntad de los electores, porque si la composición del parlamento se aleja de los votos emitidos el sistema electoral habrá traicionado el principio capital del sistema democrático: el voto debe ser igual, libre, directo y secreto. Por lo tanto, con un dibujo parlamentario final distorsionado en relación con los votos emitidos se estaría primando a ciertos grupos de electores y a ciertas fuerzas políticas en detrimento de otros. Es evidente que todo sistema electoral ha de responder a un consenso básico y amplio de las distintas fuerzas políticas, que dé estabilidad al sistema de gobierno y satisfaga las legítimas aspiraciones de quienes compiten en la contienda electoral. Es verdad que ese consenso básico se alcanzó en España con la Ley orgánica del Régimen Electoral General que ha venido rigiendo desde la llegada de la democracia; pero está bastante extendida la idea de que hoy resulta de todo punto insatisfactorio.

Antes de nada hay que decir que las deficiencias del sistema electoral, aunque afecten indirectamente a todo el régimen político, no pueden considerarse como un problema del sistema democrático, ni del modelo de gobierno, sino pura y simplemente del sistema electoral. Y de hecho, repasando lo que sucede en distintos países, encontramos modalidades y variantes de todo tipo en el régimen electoral, que responden a las peculiaridades de cada uno. Una primera decisión es la de optar por un sistema mayoritario o por un sistema proporcional; en el primero, el que obtiene más votos gana el escaño y todos los demás pierden; en el segundo se produce un reparto de los “puestos de representación” entre los candidatos, en razón del número o del porcentaje de votos que hayan obtenido. Pues bien, esta opción por uno u otro sistema es enormemente relevante porque ambas modalidades tienen una aceptación general en los distintos países, e incluso conviven simultáneamente en un mismo país.

Como es natural, cada uno de estos sistemas tiene grandes ventajas e inconvenientes y también requiere decisiones importantes: en primer término, sobre las circunscripciones electorales, que en el sistema electoral mayoritario serán muy pequeñas –tantas como parlamentarios– mientras que en el proporcional pueden plantearse tan extensas como se quiera, porque los votos se repartirán entre las formaciones políticas que han conseguido sufragios. En segundo lugar, el modo de incorporar a las minorías, contrarrestando cada uno a su manera los excesos de unos resultados monopolísticos a favor de un determinado partido político; en el sistema mayoritario suele utilizarse la segunda vuelta de las elecciones, a la que concurren los dos candidatos que hayan obtenido mayor número de votos, mientras en el sistema proporcional se reparten los escaños de la circunscripción según los sufragios recibidos.

Esa decisión primera del sistema electoral español se encontró con el pie forzado del problema territorial, uno de los principales escollos de la discusión sobre el texto constitucional, de modo que en lugar de plantearse la opción por uno u otro modelo básico la cuestión que surgió fue establecer las circunscripciones a efectos electorales, que no podían diferir mucho de la organización territorial del Estado y eso hacía punto menos que imposible pensar siquiera en consensuar de trescientos a cuatrocientos distritos electorales, que son el mínimos y el máximo de diputados que establece la Constitución (o bien combinar un número menor con una circunscripción nacional). Así las cosas, se adoptó la provincia en el artículo 68 de la Constitución como la circunscripción electoral en España y se decidió que el sistema sería el proporcional dejando a la Ley que estableciera la distribución de los escaños entre las cincuenta provincias, asignándole la Constitución un escaño a cada una de las ciudades de Ceuta y Melilla. Porque el territorio, y las circunscripciones provinciales, representan un criterio que inevitablemente ha de combinarse con el criterio de la población; no en vano quienes eligen son todos ciudadanos iguales que depositan un voto cada una y el sistema electoral debe respetar el principio de que el voto es igual.

El sistema proporcional incorpora una regla de distribución de los escaños entre las fuerzas políticas que han obtenido votos. La regla D’Hont es la que se utiliza más comúnmente (en Argentina, Austria, Bélgica, Bulgaria, Colombia, Croacia, Ecuador, Eslovenia, España, Finlandia, Francia, Grecia, Guatemala, Irlanda, Israel, Japón, Países Bajos, Paraguay, Polonia, Portugal, República Checa, Suiza, Turquía, República Dominicana, Uruguay o Venezuela) y distribuye los escaños dividiendo cada lista por el número de elegibles, de modo que si se designan cuatro candidatos todas las listas que obtuvieron votos se dividen por uno, por dos, por tres y por cuatro; a la vista de esos cocientes, los cuatro candidatos que tengan mayor número de votos serán los que resulten electos. El sistema proporcional tiene dos grandes problemas: de un lado, que normalmente no permite que todos los votos valgan lo mismo o, dicho de otro modo, que en España para obtener un escaño en una provincia es preciso alcanzar un número de votos que multiplique por seis los precisos para adjudicarse un escaño en otra provincia. En segundo lugar, que el sistema proporcional normalmente beneficia a los grandes partidos o, dicho de otro modo, el reparto de los escaños penaliza de un modo estrepitoso a las fuerzas políticas menores, convirtiendo en perfectamente inútiles los votos emitidos a favor de ellas. El primero de los problemas no tiene fácil solución en tanto se mantengan las disposiciones constitucionales. En efecto, dejando fuera Ceuta y Melilla, con un censo de población de unos 77.000 y 70.000 habitantes, las distintas provincias españolas se distribuyen, de acuerdo con la Ley electoral, trescientos cuarenta y ocho escaños, con un mínimo de dos escaños por provincia.

Esta solución no permite atender desigualdades tan flagrantes como las que se reflejan en los resultados de las elecciones generales de 2008, que pueden ser trasladados a cualquier contienda electoral con independencia del partido político que resulte vencedor en los comicios. Así, la provincia de Soria, con unos 94.000 habitantes, designa 2 diputados, y otras provincias con menos de 200.000 habitantes (como Teruel, con 144.000; Segovia, con 159.000; Ávila, con 169.000; Palencia, con 173.000, o Zamora, con 197.000), cada una de ellas proclama 3 diputados. Por el otro lado, la provincia de Madrid (con casi 6.100.000) designa a 35 diputados, la provincia de Barcelona (con casi 5.350.000) incorpora 31 diputados; la de Valencia (con casi 2.500.000), elige a 16, y Sevilla (con 1.850.000) aporta 12 diputados. Esto significa que –si fuera el caso– para designar el siguiente diputado, en aplicación de la ley D’Hont, se requeriría en cada una de las provincias un número totalmente distinto de votos y con diferencias extraordinarias. Si Madrid designara un diputado más, éste se asignaría a un partido cuyo cociente estaba en 91.500 votos, en Barcelona unos 78.000 votos, en Valencia 77.000, en Sevilla unos 70.000, mientras en Soria se asignaría con 14.000 votos, en Teruel con 17.000, en Segovia con 19.000, en Ávila con 22.500, en Palencia con unos 26.000, o en Zamora con 29.000 votos. A esto se añade otra grave dificultad, pues en el sistema electoral español, independiente de la ley D’Hont y para primar a los partidos mayoritarios, se excluyen las formaciones políticas que no hayan obtenido un 3% de los sufragios válidos emitidos en cada circunscripción (art. 163.1.a de la Ley orgánica del Régimen Electoral General).

Aparece así el segundo de los problemas a que antes se aludía, que se prima a los partidos mayoritarios y se penaliza a los minoritarios. Desde luego el resultado es en la IX Legislatura un claro bipartidismo, donde las dos fuerzas políticas nacionales se reparten la inmensa mayoría de los escaños del Congreso: 323 diputados de los 350 que forman la Cámara. Éste es un resultado que se ha ido decantando a lo largo de las anteriores legislaturas y dibuja un panorama bien diferente del previsto cuando se pactó la Ley orgánica 5/1985, de régimen electoral; no se olvide que entonces en el Congreso había dos fuerzas políticas mayoritarias (el PSOE y la UCD) pero otras dos fuerzas políticas nacionales muy representativas (el PCE y AP), a la izquierda y a la derecha de las anteriores, junto también con los partidos políticos nacionalistas (CiU y el PNV). Pero probablemente la decantación histórica del sistema electoral a las puertas de la X legislatura, con su penalización a los minoritarios y su potenciación de los mayoritarios, ha provocado el auge de éstos y la caída de aquéllos. Por una parte, se han fusionado todas las fuerzas políticas de la derecha española bajo las siglas del PP y, por otra parte, el PCE ha promivido la reunión de las formaciones situadas en la extrema izquierda para conformar IU. Efectivamente corren malos tiempos para los partidos minoritarios; la comprobación del desperdicio del voto a estas formaciones, apelando continuamente al “voto útil”, les ha hecho perder buena parte de su fuerza a los partidos históricamente asentados, e impide que prosperen nuevas opciones políticas.

El sistema debe, por consiguiente, introducir correcciones severas que atienda y respete el principio básico de la igualdad del voto, de modo que resulte lo más neutral posible. Desde luego caben múltiples soluciones que, como las noches de la leyenda, serán mil y una y todas maravillosas. Sin embargo, debemos plantear modestas soluciones que respondan a lo que sea más sencillo y resulte posible acometer, es decir, lo que se pueda hacer sin necesidad de modificar la Constitución, que impone el sistema proporcional, la circunscripción provincial y un número de diputados entre 300 y 400; respetando ese marco, se podría introducir una solución de distrito nacional de restos. Eso significa que, manteniendo el número de los 350 diputados a repartir por circunscripciones provinciales, o incluso con una posible disminución de los actuales, hasta 300 o 325, se podría crear una circunscripción nacional, adjudicando 100, 75 o 50 escaños, entre las diferentes formaciones políticas, introduciendo un sesgo importante: el reparto se haría en razón de los votos obtenidos en toda España, y computando los que no hubieran servido para lograr un escaño parlamentario. De esta manera se podrían compensar los actuales desequilibrios, inclinando este reparto de restos a favor de las formaciones políticas que hubieran obtenido sufragios en todo el territorio nacional, o en la mayor parte de las provincias. Como se ve, el régimen electoral no es la esencia del sistema democrático, sino un mero instrumento técnico que casi nunca se comporta de una manera neutral; las decisiones que se adopten, revestidas normalmente del calificativo de “técnicas” encierran siempre primas para algunos y sanciones para otros. Así se respeta formalmente un sistema democrático, pero sin duda se estará traicionando uno de sus pilares esenciales: que el voto de todos es igual.

El régimen electoral, como todos los instrumentos de la democracia, debe tratarse con sumo cuidado, porque el edificio de la convivencia, cuya construcción ha costado sangre y esfuerzos, termina resintiéndose con medidas que puedan llegar a romper con sus principios básicos. Y ahora que el día de las elecciones está cerca bueno será que los ciudadanos hagamos una sincera profesión de fe en el sistema democrático, que esté apoyada en bases firmes que mejoren nuestra convivencia y nuestra libertad.

Víctor Moreno Catena

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