El valor de un hombre
El valor de un hombre
¿Hasta cuándo dura un deseo? No sé si ustedes se han hecho alguna vez esta pregunta. Yo me la hago constantemente, tal vez porque los años van dejando su huella y a cada día que pasa creo en menos cosas; el desengaño sobre el valor y significado hoy día de palabras como honor, lealtad, amor. Recuerdo cuando zagalillo y esperaba con ansia que finalizara el telediario de la noche, cómo me quedaba paralizado ante la pantalla del televisor pronunciando en voz baja frases de diálogos que sabía de memoria de películas como Murieron con las botas puestas, Espartaco, Los siete magníficos o aquella en la que Judá Ben Hur, tras ofrecerle la libertad a su esclava Esther como regalo de bodas de ésta, le dice: si no estuvieras prometida, te daría un beso como último adiós. Si no estuviera prometida –responde Esther–, no habría por qué dar ningún adiós.
Van quedando muy pocas cosas en las que creer, digo, pero una de ellas está formada por dos tablones colocados en la acera de la calle Toledo, La Latina, y tapados con una manta que sirven como soporte a unos cuantos libros de tercera o cuarta mano. Entre estos libros se encuentran títulos de autores como Camilo José Cela, Ramón J. Sender, Pérez Galdós, Isabel Allende, Corín Tellado, algunos textos dramáticos del Siglo de Oro, o novelas del oeste de Marcial LaFuente Estefanía; si levantas alguno para hojearlo, puedes encontrar debajo algo escrito por un inglés o por un americano. El puesto lo regenta Pepe, setentón, tipo moreno y chupaillo, que cada noche de verano, a eso de las once u once y media, coloca el par de tablones, la manta, los libros sin distinción de género o prestigio literario, enciende un cigarro y se sienta en una pequeña silla a ordenar y reordenar los que quedaron en las cajas. Y en una de esas cajas encontré uno de los libros más preciado que forma hoy parte de mi modesta biblioteca. Fue escrito por Truman Capote, y se titula A sangre fría. Tras tomar un par de copas por alguno de los garitos del barrio con el cantautor Jose Ruiz, nos paramos éste y yo ante el puesto callejero. Cruzamos unos saludos, ojeamos un par de libros y al verme Jose interesado por el de Capote sacó un par de monedas de su cartera y las puso en manos de Pepe mientras me decía algo así como: espero que disfrutes leyéndola. Hoy ese libro es uno de los que vuelve a pasar por mis manos cada verano junto a El sombrero de tres picos, Réquiem por un campesino español, Sinuhé, el egipcio y Don Quijote de la Mancha.
<<Morirse debe de ser dejar de caminar>>. Si no recuerdo mal, así termina una de las más bellas canciones de Joaquín Sabina, Balada de Tolito. La recordé hace un par de noches, cuando pasé por aquella calle, paseando por aquella acera y no estaba. Miré hacia la otra acera, por si distraído en mis pensamientos había estado caminando por el lado equivocado. Pero no. Miré mi reloj, y eran más de las doce pasadas. Pregunté al camarero de un bar cercano, quien junto a un chavalillo joven comenzaba a recoger los veladores y, por lo visto, Pepe llevaba un par de noches sin aparecer. Sonrió ante mi cara de pánico, o tal vez porque se me escapara un no puede ser, antes de informarle que en las últimas noches había conseguido sacarle un par de palabras sobre su vida, que me había aceptado un cigarro mientras intercambiábamos pareceres sobre uno u otro autor; conversaciones en las que Pepe, sentado en una pequeña silla y yo apoyado en el capó de un coche, guardó largo silencio tras mi pregunta: ¿Hasta cuándo dura un deseo?
¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar? Y tras responder a mi pregunta con otra, me miró como tan sólo puede mirar quien sabe que es cada hombre el que debe responderse a sí mismo ciertas preguntas. Respuestas que, como los amigos que se marchan de esta vida antes de tiempo, permanecerán en uno hasta llegado el momento de irse con ellos; es ley de vida, y en cada hombre está llegado el momento de mirar atrás, comprobar que se ha envejecido de manera leal, honorable hacia las personas que amas y te aman; combatiendo el vacío de cada día –tengo mis propias armas como cada hombre las suyas- con la sensación de sentir cómo vuelve a la vida un viejo libro entre mis manos.
CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.