El fútbol también es mentira

El fútbol también es mentira, pero todos preferimos no saberlo. Nos tapamos los oídos y dejamos que nuestros ojos se pierdan detrás del balón. Las mentiras que abrazamos son las verdades con las que soñamos. Y todas son una dulce pantomima, un placentero páramo donde nos sentamos a olvidar, a resucitar. Uno se engancha al fútbol en el patio de un colegio, jugando o hablando. Al que se le da bien lo hace porque se le da bien, al que se le da mal porque es capaz de aprenderse el nombre y los dos apellidos del lateral izquierdo del Fulham y porque quiere ser amigo de los que juegan bien. El fútbol siempre ha sido un pretexto ideal para hacer colegas y una maravillosa excusa para pelearte con ellos por cualquier tontería.
La mayoría nos aficionamos al fútbol de chicos por verdadera y pura pasión, por ese sueño irracional de ser futbolistas, y luego, al ver que nuestros dos pies izquierdos no nos dan ni para ser el suplente del equipo de nuestro barrio, elevamos ese deporte a la categoría de válvula de escape. El fútbol son muchas cosas y casi ninguna tiene que ver con el propio fútbol. Me ha hecho siempre mucha gracia cómo personas que se sienten tocadas por la varita de la intelectualidad han tachado a los aficionados al fútbol de borregos, mientras ellos mismos viven la política, la literatura o la economía como si estuvieran en las gradas de un estadio.
Nos gusta el fútbol porque nos abstrae de los tejemanejes del día a día, porque hemos decidido creernos que mandamos los de las gradas y los bares, los del bocata y la litrona, los de la pizza y el televisor. Pero no, el fútbol es un negocio y como todos los negocios está viciado y prostituido, manchado por el parné. Es triste decirlo, pero el fútbol es más político que la política y la política se ha vuelto más fútbol que el fútbol. Apoyamos a partidos como si fueran equipos de fútbol y arropamos a nuestros equipos como si no pastelearan con la habilidad de las formaciones políticas.
Lo sabemos, pero nos hacemos los locos, lo intuimos, pero despejamos con la puntera la bola de la realidad, porque en verdad, el fútbol para nosotros no es eso. Los 90 minutos que dura un encuentro son solo el colofón del rito, el último trago a la cerveza del domingo. El fútbol para un abuelo es el transistor y unos recortes de prensa antiguos, una colección de recuerdos alterados e idealizados, una anécdota para un nieto. Para un niño es unas botas nuevas, un sábado por la mañana de Liga municipal, unos sobres de estampitas, un paseo hasta el campo y un perrito caliente después del partido. En un piso de estudiantes es un ruido de fondo y unas bolsas de glovo. En un noviazgo es una putada y en un matrimonio una cesión a regañadientes.
Nadie escapa del fútbol, ni el que lo critica, porque es un sentimiento universal, porque cubre esa necesidad humana de sentirnos parte de algo colectivo, de identificarnos con unos colores. Es nuestro pan y nuestro circo, nuestro absurdo disloque y nuestra tragedia controlada. El fútbol está podrido, pero yo, por suerte, elegí ser de uno de esos equipos que está acostumbrado a sufrir, a pelear contra imposibles. Yo soy del balompié, de los de las botas blancas y las medias caídas, de los que han perdido más que ganado, de los que están contra el Numancia y contra el Chelsea. Soy de esos equipos que se sienten extraños cuando les favorece un error arbitral, que se acostumbraron a las injusticias, que saborean cada pequeño detalle.
Siempre vimos una mano negra y parece que teníamos razón. Todo está adulterado, el Mundial se hace en Qatar, la Supercopa de España en Arabia Saudí, Piqué compadrea con la Federación, Florentino quiere quedarse con el cotarro a través de su Superliga y el Barça tenía en nómina al vicepresidente de los árbitros españoles. Todo es mentira, una dulce farsa. Nos toman el pelo y nosotros seguimos dejándonos la garganta. Llegados a este punto, solo nos queda aferrarnos a una verdad; podrán cargarse el fútbol pero, afortunadamente, tu equipo, para ti, es mucho más que eso. Dentro de una semana estará todo olvidado y volveremos a cargar contra las injusticias de los mismos, y todo parecerá que tiene otra vez sentido. Vivimos de mentiras porque hace tiempo que nos cansamos de mendigar verdades. Lo cierto es esa moneda exacta que te encuentras en el bolsillo cuando te falta el pico para no tener que romper el billete, celebrar un gol en el descuento abrazado con tu padre, y, por lo visto, por llegar a esas verdades hemos aceptado tragar mil mentiras. Pues vale. Viva el Betis.