“Érase una vez en América”
Sergio Leone, tras escuchar una de sus últimas obras, le recordaba a su colega Ennio Morricone que la melodía de la flauta de pan que había en ella era magistral. El otro no sabía muy bien a cuento de qué se producía ese entusiasmo, porque la brillantez era algo corriente en él, pero su tan lunático como genial amigo cineasta exigía que ese sonido prodigioso fuera escuchado durante su próxima gran película en la que llevaba trabajando diez años. Para el músico las palabras de su apreciado compadre no hacían más que asimilarse a las habladurías de un tarado, pidiendo cosas sin parar como un crío entusiasmado por una idea que sólo entiende él. Finalmente Morricone encumbró esa flauta de pan para siempre como ya hiciese con la guitarra eléctrica, la armónica, o los silbidos en los spaghetti westerns de su compañero. Lo conmemoró a través de la flauta que hacía sonar Cockeye acompañado de sus cuatro amigos paseando por delante del majestuoso puente de Brooklyn, vestidos de punta en blanco, sin preocupaciones y con el mundo entre sus manos, en lo que es uno de los planos más imperecederos, bellos y estremecedores del cine – posiblemente mi plano favorito jamás grabado– . La película se llamó “Érase una vez en América”, y la flauta de pan se convirtió en el sonido por excelencia del último aporte a la historia del cine por un Sergio Leone que nos dejó a los 60 años, con la eterna incógnita grabada en nuestra imaginación de lo que habría podido deparar su trabajo si aún siguiera aquí.
Pensó el querido Sergio nada más terminar de leer The Hoods de Harry Grey, una memoria autobiográfica de la vida de un gángster en Nueva York, que esa debería ser la gran obra que ocupara los próximos diez años de su vida. Desde un primer momento Leone llevó la batuta de la reinvención del western con sus antihéroes y una mirada más cochambrosa, satírica y operística del lejano Oeste, hasta entonces nunca vista. Su visión europea sobre el Oeste americano triunfó incontestablemente. Ahora, la historia de gángsters durante la Ley Seca en Estados Unidos parecía el relevo perfecto para sus salvajes antihéroes con sombrero y gabardinas mugrientas. Leone vio en América el escenario definitivo donde mostrar sus cualidades artísticas de manera definitiva, porque para Leone era el lugar donde todas las culturas se encontraban. “Francia es Francia, Alemania es Alemania, pero América es todo”. Era la decadencia, el triunfo, el fracaso y la violencia. La historia de unos chicos creciendo en la inmensidad del mundo era perfecta para el contexto americano, y era perfecta para Leone, que siempre pareció como si supiera que esta iba a ser su última obra maestra.
“Érase una vez en América” parece comenzar de manera similar a esos westerns de Leone, con los mafiosos armados y con sombrero actuando como aquellos pistoleros, cuyos rostros invaden hasta el último espacio del plano como ha acostumbrado de manera inigualable el cineasta durante años – su primerísimo primer plano es un lenguaje en sí mismo– . Manejando el tiempo, el silencio y el encuadre. Con muy pocas palabras. Pero la majestuosa – por decir algún adjetivo que no la hace honor ni por asomo – música de Morricone comienza a sonar y en tus venas sientes una emoción que sólo has vivido en la vida real. El arte sobresale y se convierte en un sentimiento legítimo que todos llevamos enterrado dentro. Te das cuenta que Leone y Morricone están construyendo una película que se erige a partir del recuerdo. Un recuerdo de un criminal despiadado (Robert De Niro) sobre su niñez, sus amigos, su primer y único amor, su ciudad, y que acaba siendo el espejo de la memoria de todos nosotros.
La película de gángsters judíos en un barrio de Nueva York se echa a un lado para estar en la infancia de una persona anciana, con remordimientos y anhelando que los viejos tiempos no lo hubiesen abandonado. Los protagonistas de la cinta (Robert De Niro, James Woods, James Hayden, William Forsythe) son cuatro criminales psicópatas que una vez fueron críos sumidos en la mayor pobreza imaginable, y que desde un momento estaban obligados a abrirse paso en la vida de cualquier manera. “Érase una vez en América”, como una fábula sin piedad, ve como unos críos se ven superados por un mundo gigantesco que poco a poco les arrebata la inocencia. Uno de los niños ve que para conseguir sexo con la prostituta de su edificio tiene que entregarle a cambio un pastelito de la tienda de abajo, y sin pensárselo se gasta las dos monedas que le quedan y sube corriendo a entregárselo. Pero mientras espera en las escaleras abre el envoltorio del pastel e, irresistiblemente, se entrega por completo y decide disfrutarlo él. ¿Qué otra película hace eso?
Un envejecido Noodles (De Niro) se asoma por la mirilla del bar de su colega de la infancia y la expresión de sus ojos ve la imagen que su pasado adolescente de 15 años veía todos los días. En un instante recuerda a Deborah (encarnada de niña por Jennifer Connelly) bailando al son de Amapola. Su amor eterno desde la niñez. Lo que un niño veía a hurtadillas con pasión ahora lo ve un anciano con melancolía. La trágica historia de amor imposible entre Noodles y Deborah (Elizabeth McGovern) es el centro de este gigante recuerdo hecho película. La vida depara infinidad de cosas y Leone las capturó todas y cada una de ellas. En la vida todos compartimos esa mirilla por la que se asoma Noodles. En el cine también la tenemos, y se llama “Érase una vez en América”.
BULEVAR DE PELÍCULAS
Escribiendo guiones desde que alcancé edad de dos cifras. Ex estudiante de cine y ahora intentando el periodismo. Dirigí y escribí un cortometraje que hice con mis compañeros de vida («Thugs»), tengo un podcast en Spotify («Reservoir Cinema») y mi pasión está reservada a las películas.