Cuidar el hogar
Sonó un disparo. Sonó otro. Sonaron dos disparos en mitad de la noche. Entre el primero y el segundo, un par de segundos. No más. Tras los tiros, una persona quedó en pie, con la espalda apoyada en la pared y una escopeta en las manos; un segundo individuo yacía tumbado en el suelo, sobre un charco de sangre que crecía por momentos. Sin soltar el arma, sin dejar de apuntar, bajó los últimos escalones hasta situarse frente a unos ojos abiertos y ya sin vida. Fue entonces cuando el dueño de la casa cogió su teléfono móvil para llamar a la policía.
Al oírlo por segunda vez, saltó de la cama y sacó el rifle que guardaba en el armario. Dijo a su mujer: no te muevas de aquí. Al cerrar el dormitorio, frente al pasillo, vio luz bajo la puerta de la habitación de su hija. Abrió. Alejandra: ¿qué ocurre, papá? El padre: métete en la cama y apaga. Oigas lo que oigas, no salgas. Cerró. Siguió adelante. Llegó a la escalera. Comenzando a bajar los primeros peldaños, un sonido distinto al anterior. Como un quejido corto, seco. Las bisagras. Esas viejas y oxidadas bisagras de la puerta que comunica la cochera con el resto de la vivienda. Continuó bajando. Llegó al rellano. Se giró. Ya frente al primer tramo de la escalera apoyó la espalda en la pared, ajustó la culata en su hombro derecho, inclinó ligeramente la cabeza, entrecerró levemente los ojos y apuntó hacia abajo. Apuntó hacia la puerta tenuemente iluminada por la débil luz de la calle que entraba por la ventana del salón. Y esperó. Y rezó. Esperaba y rezaba. Padre nuestro que estás… Pero al ver aparecer aquella figura de no menos de uno noventa de altura, aquellos anchos hombros y aquel brillo en la larga hoja afilada que sostenía una de sus manos, en ese mismo instante, dejó de hacer lo uno, y lo otro.
Paredes recién blanqueadas. Muebles recién comprados. Electrodomésticos y sanitarios recién instalados. Era mediodía, toda la mañana la pasó limpiando y trasladando enseres de un lado a otro bajo las órdenes de su esposa, y tras marcharse ella para comprar la cuna de Alejandra -a la que aún le quedaban tres semanas para nacer-, él recorrió su nueva casa deteniendo su mirada aquí y allá, tocando esto y aquello: abrió un grifo y sonrió al ver salir agua; pulsó un interruptor y sonrió al ver encenderse una bombilla. Agotado, sacó una cerveza del frigorífico, se dirigió al salón, y tomó el primer trago a la par que se sentaba en un sofá aún resguardado del polvo y las manchas por un grueso plástico. Tocó un botón del mando a distancia. Sonrió al ver la primera imagen en el nuevo televisor; a los dos segundos, se quebró la sonrisa. El motivo: la emisión en directo de la fachada de una residencia ubicada en un barrio acomodado de Madrid, y la voz de una periodista informando sobre el asesinato en el interior de ese mismo domicilio de un matrimonio y sus dos hijas de diecisiete y catorce años. A continuación, el rostro del presunto asesino ya atrapado y puesto a disposición judicial. Se levantó dejando el botellín en el suelo, la voz de la locutora informando sobre el largo historial del sospechoso compuesto de robos, violaciones y asesinatos, y con las palabras sobre el trágico suceso pegadas a su espalda recorrió una vez más todas y cada una de las habitaciones abriendo y cerrando puertas, dejando la mirada clavada durante quince o veinte segundos en uno u otro lugar. No más. En la habitación de su hija, rezó.
CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.