Los labios del Balompié
Si el gol es el beso del fútbol, el Betis son los labios del Balompié. Cada balón al fondo de la red, cada tanto, cada gesto de cariño convertido en grito al unísono, dirigido al cielo, abastece de amor las mejillas verdiblancas y contribuye a escribir la historia de un club distinto, irrepetible, único. Pongo sinónimos de diferente porque hay algunas cosas, muy pocas, que necesitan tres palabras que signifiquen lo mismo para poder acercarse a definir su singularidad. El Betis escapa de los diccionarios porque no hay acepción que consiga cristalizar lo indecible, lo que solo entienden los que lo sienten. Porque si goles son amores, no existe un equipo ni una afición más romántica que la que se encierra en las trece barras.
Nunca se olvida el primer beso, como tampoco dejamos que se vaya por el desagüe del tiempo nuestra primera amante. En realidad, nunca se olvida nada que tenga que ver con el amor. Nunca se deja de pensar en quien nos quiso, en quien nos quiere, en quien nos querrá. Los delanteros del Betis antes que futbolistas son amantes. Llevan en sus botas el clímax de la euforia, la capacidad de poner de rodillas al mundo y parar el tiempo metiendo la pelota entre los tres palos. Ellos no meten goles, ellos hacen el amor, sus anotaciones modifican el marcador de la alegría. Son la esperanza, la consecución, el abrazo involuntario de dos amigos o de dos perfectos desconocidos. Los goles del glorioso hilvanaron la memoria de los que están y animan entre o no entre la pelota. Y esa es la grandeza de este sentimiento, que en la necesidad ama y en la riqueza quiere.
Los goles son besos, poemas encapsulados, recuerdos guardados bajo llave en las vitrinas de la memoria. Los delanteros son estatuas que descansan en el mausoleo de nuestra nostalgia, a las que uno les suele llevar las flores de su reminiscencia, tótems a los que abrazarnos en los momentos de zozobra. Sus obras son inmortales. Por Heliópolis han pasado futbolistas que se convirtieron en ídolos a base de traspasar esa línea que separa el “uy” del “oooool”. Porque la “g” no se dice, la “g” se adelanta, se aspira. Los goles se sienten antes de que entren. Los goles nos cierran el puño y nos abren el pecho. Los goles marcan.
Por la pasarela de la historia de mi club han desfilado todo tipo de delanteros. Killers, matadores del área, tanques, estrellas que solo brillarían en el cielo de la locura verdiblanca. Algunos eran mejores, otros más limitados, pero todos tenían ese algo distinto, ese pellizco que no se da con los dedos. El Betis que he vivido es el de este siglo, mis recuerdos solo alcanzan 20 temporadas. Pero claro, yo crecí con un equipo en segunda y mi padre, también bético, culpable de mi saludable enfermedad, me inyectó el veneno verde a través de vídeos antiguos. Pasé tardes enteras delante del ordenador mirando en YouTube goles de otras épocas, en blanco y negro o en una definición que era menos nítida que la de ahora. Y me enamoré de ese sentimiento. Y me bebí a sorbos su historia.
Pero no solo de vídeos se cimentó mi cariño. También estaban esas conversaciones con los mayores, aquellos tipos de pelo blanco y puro eterno que guardaban con esmero capítulos de una historia que se documentó en sus cabezas. Así supe quién fue Francisco González Rodríguez “Paquirri”, criado en la Alameda de Hércules, cuando aún era ese barrio lleno de tierra e historia. Él creció allí, en las filas del Sparta, un equipo mítico del fútbol sevillano. Su juego, su carácter y su hambre de gol hicieron que el cuerpo técnico del Betis pusiera los ojos sobre él. Y se lo llevaron. Ahí empezó un idilio que se sostendría en el tiempo. Desde el 33 al 36 deslumbró a la afición verdiblanca, llegando a convertirse en uno de los atacantes de referencia del fútbol español. Pero llegó la guerra y puso freno a su incontrolable progresión. En febrero del 39 volvió y pareció que no hubiese habido un conflicto bélico por medio, siguió en la senda del acierto y su figura continuó creciendo. Después pasó a jugar en el Deportivo de la Coruña y el Cádiz. En 1949 vuelve a su casa con un Betis en Tercera y marca 14 goles en 13 partidos. Paquirri estuvo 8 temporadas en el Betis, recorrió las tres divisiones de nuestro fútbol con ánimo parejo, con la portería entre ceja y ceja. Y esa fidelidad y ese amor abnegado le hicieron convertirse en el segundo máximo goleador del Real Betis Balompié con 152 dianas.
También hablaban aquellas enciclopedias de lo divino sobre Manuel Domínguez, un chaval que llegó desde el Triana y que parecía que había nacido para anotar. Era de esos jugadores a los que no les pesa el desparpajo. Debutó en 1945 contra el Granada y marcó el único gol del partido. Hay pocas cosas parecidas a ver a un señor mayor relatando un gol del que no queda constancia, rescatando de su memoria un recuerdo alterado, magnificado. Sin embargo, ante la falta de minutos, jugaban Roldán y Botella, el trianero adoptivo se tuvo que marchar al Recreativo de Huelva. Pero fue uno de esos viajes que tienen billete de vuelta, como una de esas huidas que no se hacen muy lejos, porque sabía que volvería. Y volvió en el ecuador del siglo para ser el máximo goleador de todas las categorías nacionales. En la 50-51 Domínguez marcó 54 goles en 39 partidos. Ahí queda eso.
Los que custodian el legado inmortal también hablan de Rogelio y la Copa del Rey, de Ansola y de tantos otros que les acariciaron la euforia. Pero volvamos a aquel niño pegado a la pantalla de un ordenador. Como esos viejos recordaban a sus héroes, mi padre decidió ponerme en Youtube a los suyos. Y, Gordillo aparte, no hubo para mí una revelación como la del tipo de las botas blancas y los recortes eternos. Ese era él, distinto. Un futbolista con nombre de notario; Alfonso Pérez Muñoz. Jugó en equipos como el Madrid, el Barça o el Marsella, pero se hizo eterno sobre el verde de Heliópolis. Y la gente cantaba aquello de “qué bonitos, qué bonitos son los goles de Alfonsito”. El mago del calzado blanco explicando los domingos bajo el sol el truco de los goles imposibles. Podrán quitarle su nombre al estadio del Getafe, pero nunca podrán desplazarlo de la boca y los corazones de los que sentimos en verdiblanco.
Si hablamos de delanteros y de goles, de amantes y de besos, podríamos llenar varios tomos con la tinta de la felicidad. Del talento endiablado de Oliveira a la cabeza de Edu. De la contundencia de Poli Rincón a la simpática torpeza de Pavone. De los delanteros con pedigrí de estrella a los que llegaron, marcaron en el momento en el que el corazón nos iba más rápido y se quedaron. Ahí estuvo esa Triana bética y ese Dani tocado por la varita mística de la oportunidad. Dos goles que supieron a gesta, que unieron a un país en un abrazo, que desatascaron las lágrimas de lo incontenible. Osasuna y Chelsea. Besos que saben a siempre. A fuegos artificiales.
Pero no puedo acabar este artículo sin hablar de lo mío, de lo que viví, de los que mis ojos captaron para contárselo a los que no tuvieron la suerte de estar aquí para verlo, los béticos que se fueron y los que vendrán. Para perpetuar el legado sagradamente profano de las trece barras. No se puede hablar de gol sin hablar de Rubén Castro. Porque si pienso en un balón traspasando la red, pienso en él. En sus interminables recursos, en sus manos dibujando la aleta de un tiburón sobre su cabeza, en el número 24. En Bernabeús y Helmánticos, en ascensiones a los cielos, El área se convertía en una pecera y los delanteros más experimentados se hacían pequeños. Los porteros no llegaban nunca a alcanzar un balón que, si salía de sus pies, estaba predestinado al gol. Aquel canario, junto a su inseparable pareja de baile; Jorge Molina, nos rescató de una larga singladura por el desierto. Y nos extasió. Nuestras semanas dormían en su inexplicable talento. Y gol tras gol, genialidad tras genialidad, reconstruyó la ilusión y le dio motivos a un amor inexorable para querer con alegría y no con pesar. Rubén Castro Martín, picaba el balón por encima de nuestros pesares, reventaba la rutina contra el arco, hacía de lo impensable un carril recto hacia la gloria. Si el gol es el beso del fútbol y el Betis son los labios del Balompié, Rubén fue la lengua que se metió hasta la garganta. Cumplimos temporadas, vivimos de goles. Gloria eterna a todos los que marcaron vidas luciendo en el pecho las trece barras. Gloria eterna a los delanteros del Real Betis Balompié.
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.