La media naranja
Cuenta el Génesis que Yahvé hizo desfilar ante Adán todo lo creado. Precisamente al poner nombre a cada cosa, Adán conoció la realidad que lo rodeaba. Más cercano a nosotros, Juan Ramón Jiménez escribió: «Te tenía olvidado, cielo, y no eras más que un vago existir de luz, visto (sin nombre) por mis cansados ojos indolentes». Porque lo que no tiene nombre es como si no existiera. ¡Cuántos nombres he perdido de mi universo primitivo! Miro esa foto, borrosa, de ese sepia de las fotos antiguas, y no consigo poner nombre más que a Pepe Zamora, a Javier Martín de la Hinojosa, a Pepe Jiménez Núñez, a Francisco Gallego. Ni siquiera yo me reconozco en ella.
Sin embargo, hay instantes, episodios, lugares, que siempre tenemos presentes, sin que nos expliquemos la razón. De mi antiguo colegio, el Carmen, podría recordar su bello patio y el claustro, o la elegante espadaña en ángulo de la iglesia. Pero lo que con mayor fuerza retiene mi memoria es aquel espacio ruinoso de la parte posterior que siempre se ha conocido como la media naranja.
No he pisado la media naranja desde que salí del colegio. Pero cierro los ojos y, extasiado, veo sus arcos desnudos, sus sillares roídos por el tiempo y la intemperie. También oigo, en todo lo alto, a las aguilillas que dibujaban su vuelo sobre la lámina azul del cielo. Allí jugaba con Manolo Galindo, con Pepe Ruiz…
Tan intenso es ese recuerdo que emborrona y torna confuso el de otros lugares, que ahora siento más como decorado que como un espacio de vida. Por ejemplo, el cuartel de la Guardia Civil en la calle Alfonso XII, lugar de mi nacimiento. Como a través de un velo veo su patio con pozo en un lateral, el pasillo que comunicaba con el patio de los lavaderos y los retretes, y con el corral en cuyo fondo un portalón daba paso al callejón del matadero y de la cochera de Pachón. Todo ello ha desaparecido. Sin embargo, la media naranja aún resiste.
Quisiera rescatar nombres y solo me vienen los de algunos amigos de mis hermanos mayores ―Quinito, Jesús…―; pero ninguno de amigos míos. Y, sin embargo, en aquel patio jugaba con ellos a los toros, peleándonos por ver quién sería Manolete, o quién Arruza. Ahora, la memoria solo me devuelve fantasmas sin rostro y, lo que es peor, sin nombre.
Tengo que dar un salto hasta mi ingreso en el colegio para poder hablar de amigos reales. Nunca pisé el Colegio Nacional de la calle Hornillos, que dirigía don Servando, padre de los Mellis, con quienes sí tuve amistad. Mis padres me llevaron al colegio de los frailes, en la calle del Carmen. En ese ambiente fueron forjándose mis mejores amistades, aunque el tiempo, caprichoso y traicionero, nos vaya separando de algunos y acercando a otros. En el Carmen fueron muy amigos míos, y yo de ellos, Manolo Galindo, Pepe Ruiz, Castañeda… Los tres fuimos, además, monaguillos. La enfermedad de Galindo me hizo retomar el contacto con él poco antes de su muerte; también con Pepe Ruiz, que otra vez se me ha perdido; de Castañeda nunca he sabido nada desde que nos separamos. Con ellos zangoloteaba en la media naranja esforzándonos en localizar los nidos de las aguilillas en los más altos e intrincados huecos de aquellas ruinas.
También en el Carmen germinarían otras amistades que, esas sí, han permanecido mientras el implacable y caprichoso tiempo ha querido: Pepe Zamora (¡no imaginas, Pepe ―o a lo mejor sí― cuánto te echo de menos!), José Manuel Ramírez y yo nos hicimos íntimos e inseparables. De eso hablaré otro día. Todo lo demás de mi estancia en el colegio son retazos que van y vienen, deslavazados. Aquel maestro, don Eduardo que me enseñó a escribir; la figura desgarbada del padre Ángel; la del bonachón padre Tarsicio; y cómo no, la del inolvidable fray Anselmo, dotado de unas facultades histriónicas juzgadas por muchos como improcedentes en un fraile.
El colegio me trae también, a veces, el sombrío recuerdo de los ejercicios espirituales. La tétrica visión de las espeluznantes láminas con escenas bíblicas que colgaban en las clases: «El ángel expulsa a Adán y Eva del paraíso», «Las tropas del Faraón matan a los primogénitos de los judíos», «El sacrificio de Isaac»…
Pero acudo a la foto de la media naranja que amablemente me envía Pepe Sarria y, como decía Juan Ramón, la miro lentamente y ese cielo que veo entre sus arcos recobra toda la hondura de su nombre. La media naranja, tan nítida aún en mi memoria, vuelve a estimular mi imaginación como entonces y creo vivir las aventuras que nos hacían olvidar la grisura de aquellos años difíciles.
OSUNA EN EL RECUERDO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.