Vida de estudiante (III)

Estábamos ya en octavo cuando don Ernesto, el director, nos comunicó que se estaba organizando una revisión ocular de todos los niños. Un profesional de la óptica iba a venir al colegio provisto de los artilugios necesarios. Pero el profesional no tenía ayudante, así que era necesario nombrar para realizar esa función a algunos de nosotros. Fui uno de les seleccionados.
El óptico llegó al colegio a primera hora y se dirigió con su artilugio a un aula normalmente libre, comedor en los primeros tiempos del colegio y en nuestra época reservada para proyecciones y actos extraordinarios. Era un señor moreno, delgado y capaz de monopolizar la conversación durante una mañana entera. Desenfundó el artilugio y lo puso sobre una mesa cercana a la pared. Resultó un artefacto extraño. Consistía en unos prismáticos cortos, parecidos a los impertinentes del teatro, que acababan en una sola lente e iban adosados a una estructura que, en el otro extremo, y en la parte inferior, tenía una plataforma, muy pequeña, donde apoyar la barbilla, y en la parte superior una banda curva que era necesario poner en contacto con la frente. Estos elementos de la estructura eran móviles para adecuarlos al tamaño de la cabeza de la persona a revisar. El óptico se sentó dando la espalda a la pared y graduó el artilugio para que las dos lentes paralelas a modo de prismáticos quedaran a la altura de sus ojos. Los niños iban a sentarse en una silla puesta en el otro lado de la mesa. Esta era especial, traída por el óptico, de asiento circular y graduable en altura. El óptico nos hizo pasar la revisión primero a nosotros, los ayudantes. Apoyamos la barbilla y miramos fijamente a los lugares donde nos indicaba mientras movía unas palancas y hacía girar aquello. Aunque no sabíamos cómo se iba en un avión, lo habíamos visto en las películas de guerra americanas que no paraban de poner por la tele. La sensación era parecida: creíamos volar.
Empezaron a llegar niños. Primero los pequeños. Acudían clases enteras acompañadas por su maestro, que se ocupaba del orden de la fila y de la veracidad de los datos que el niño proporcionaba al óptico. Antonio Rodríguez Segovia, 1º B, por ejemplo. La mañana transcurrió con absoluta normalidad hasta que llegó Manuel Sánchez Valdés, de 5º A. Sánchez Valdés era un niño peculiar, de carácter independiente. Disfrutaba realizando acciones alternativas, como cortar el tráfico de la carretera general, que entonces atravesaba el pueblo. Los vehículos que venían de Málaga o Granada y continuaban hacia Sevilla pasaban junto a la ermita de Santa Ana, Pinichi, la sufrida casa del Guachi ─contra la que chocaban aquellos demasiado veloces a causa de una curva mal peraltada─ y seguían por las calles Capitán, Antequera y Carretería, donde ya enfilaban hacia Las Vegas. Sánchez Valdés, bien corpulento ya a sus once o doce años, tenía la costumbre de tenderse en plena calle Antequera, generalmente de Consolación para arriba, en un lugar bien visible. Allí se quedaba bocarriba, quieto, los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de desentrañar, por fin, los misterios del universo. Los conductores lo veían desde lejos y podían frenar. Nunca le pasó nada. Cuando el chófer, después de detener el vehículo y descender de él, llegaba a su altura, Sánchez Valdés hacía como que se despertaba y agradecía de forma muy efusiva la preocupación por él de aquel desconocido, como si le hubiera salvado la vida. Luego el conductor seguía el viaje creyendo que había contribuido al salvamento de un niño en situación muy apurada. De esta manera, Sánchez Valdés se divertía y medía el tamaño de su poder, que no era poco.
Su turno llegó aquel día, se sentó y apoyó la barbilla en el lugar correspondiente. Luego la retiró muy rápido, asustado.
─Da calambre.
El otro ayudante y yo nos miramos con incredulidad.
─¿Qué pasa? ─preguntó el óptico desde el otro lado de la mesa.
Le explicamos qué decía aquel charrán.
─Eso es imposible ─concluyó─. Que apoye la barbilla y siga mis indicaciones.
Un cuarto de hora después aún no habíamos conseguido que Sánchez Valdés apoyara la barbilla por medios civilizados. No nos planteamos intentarlo de otra manera porque sabíamos lo testarudo que era y la fuerza que tenía. Ni su maestro ni don Ernesto, que se presentó al ver que la fila no se movía, pudieron convencerlo.
Cientos de niños pasamos aquella revisión, todos los alumnos de la SAFA salvo Sánchez Valdés, hoy una persona perfectamente razonable, de conversación amena y dueño de una magnífica reputación. Los años hacen milagros.
(Continuará).
La imagen corresponde a un “Teodolito del profesor Schmidt”, invento de 1940. Tiene poco que ver con el instrumento que usaba el óptico aquel día pero puede servir para hacernos una idea de cómo debía verlo el irreductible Sánchez Valdés. (Foto de ionos.ingv.it).
Víctor Espuny.