Soy un desgraciado

Así, en líneas generales, se puede decir que soy un desgraciado. Además, como en cualquier caso de desdicha diagnosticada, no es un solo factor el que propicia la circunstancia, sino una camada de ellos. Puede que con uno bastara, pero se dan cita varios igualmente, para asegurar, me digo. Son:

–         Mi novia supone-nosabeenrealidad-seconfunde-cree que siente algo por otro. En un primer momento esto no tiene que ser necesariamente negativo. Sentir se pueden sentir muchas cosas: frío, calor, escozor, indigestión, nausea, vértigo, … Ahora bien, algo me da en mi naso de sabueso que se refiere a deseos de índole sexual, y lo grave es que esas ansias de frotamiento parecen haber nacido por compasión. Esto es, me han engañado de pura bondad, de lo buena que es. Además no se ha enamorado de cualquiera, sino de algo por debajo de eso. Podría revelarme, buscar con las uñas lo que mis mejillas contienen, reprochar, hacerme el harakiri en la Plaza España con un atuendo lleno de floripondios, hacerla sentir mal, pero estoy cultivando la mansedumbre; creo que es la justa virtud para cualquier hortelano de la desgracia que se precie. Un desgraciado sin mansedumbre es como un mástil sin bandera: notorio y fálico, pero incompleto.
–         Ayer me fastidié la rodilla derecha jugando un partido de fútbol que perdí. Pude sentir como se tronchaban huesos y tendones en un escorzo que creí iba a lisiarme de por vida: ya ensayaba mentalmente el acento rumano y el ademán pedigüeño cuando me retorcía en el césped. Hoy ando con una rodillera y tengo un derrame, pero me he salvado de algo más fastidioso –sea Dios alabado-. No obstante, solamente he dormido desde las siete, en que decidí tomarme un Nolotil, hasta las nueve, en que el sol, como elemento inanimado que es, no tuvo compasión conmigo –quizás de ahí venga su fidelidad para con el alba y el crepúsculo: es incapaz de algo bueno o algo malo y, por lo tanto, incapaz de compasión, que es un poquito de las dos cosas- (sic Pynchon).
–         10 horas al día me empleo en sacarme las neuronas por la oreja, el agujero derecho de la nariz y los lagrimales. Acto seguido las estrujo contra este teclado que ahora mismo responde con un sonido almohadillado, salvo el espacio, que es más rancio, eh, también la tecla de borrar. Haciendo cuentas, dedico prácticamente la mitad de mi tiempo a este ocio de intentar parir algo que les agrade o les haga pensar. Mi pobre madre es a veces la matrona y limpia estos hirsutos textos de restos de placenta y eses sediciosas. Ni yo ni mi madre hemos recibido nada a cambio, salvo algún halago que, aunque sincero, me engorda como a los niños de África, de aire, denomínese “la panza del hambriento”. Además, por si el mulo no boqueaba, no es mi vocación la escritura así, en plan genérico, sino la literatura. No tengo tramas francmasónicas o vaticanas, tampoco se me regaló la sensibilidad necesaria para considerar las relaciones de pareja materia digna de permanecer –si en alguna de mis composiciones salen unos enamorados, será por pereza-. Es más, lo que más me gusta es vomitar en endecasílabos, imagínense, arcadas con acento en cuarta y octava.
–         Tengo una licenciatura, un máster oficial, un doctorado en curso, dos libros publicados, otro camino de la imprenta, más de un centenar de artículos repartidos por ahí y estoy descontando días del calendario para que abran los puestos y pueda recoger aceitunas. Para pagarme el tren y alguna libación espiritosa, he de soltar la pluma y agarrar el macaco, hincar las rodillas en el suelo; y no puedo culpar a Eva, porque no es genérico. Cuando me levante antes que el sol y pierda la mañana entre las tierras polvorientas del olivar, pensaré que soy un revolucionario de igual manera que un niño se cree un doctor o juega a las casitas, por gruesa imitación lúdica.
–         Me gustaría darme a la bebida, pero no tengo dinero para ello ni paciencia para la resaca. No tengo pecunia ni fortaleza ni desprendimiento para ser un toxicómano.
–         Un día tuve fe, creí en un Dios amoroso que cuidaba de mí con más dignidad que de las aves del cielo o las amapolas del campo (sic el Espíritu Santo). Sabía que su conocimiento me bastaba, que sólo su luz era capaz de alumbrar los auténticos contornos de la realidad. Estuve dispuesto a abandonarme en sus manos y a erigir la máxima libertad que radica en sacrificarla en pos de su voluntad. Sentí que era el Dios de la poesía, del arte; de los hombres, del mundo; de mi enemigo; Dios de Dioses. Pero sucedió que perdí la fe en algún arrabal de alguna ciudad babilónica o quizás simplemente la asfixió la serpiente pitón de mi soberbia. Ahora soy un sediento insalvable. Mis labios no saben orar, mis manos son incapaces de articular una alabanza. Me quedé a las puertas del casamiento, como las vírgenes imprudentes. Así, cuando todo falla, ni siquiera Dios me queda.
–         El mundo está en crisis y ya me ha hecho notar que no tengo lugar, que mis esfuerzos son los del sepultado vivo. Los años de más iniciativa y sacrificio se me están pudriendo en el ostracismo que nos infringe el conservadurismo empresarial. Intentan sofocar la prima de riesgo arrojándonos a las llamas. Me tiendo en los charcos de las aceras para que la economía no se manche los mocasines mientras la concurrencia le grita: ¡todos somos contingentes, pero tú eres necesaria! (sic Amanece que no es poco).
–         Además no llueve y los olivos sólo dan aceitunas anoréxicas.
–         Soy hipocondríaco y, al menos dos veces por mes, me asaetean los síntomas de alguna enfermedad terminal. Imagino mi agonía y mi sepelio. Y, lo que es peor, mi juicio o mi disolución. 
Hasta aquí la ristra de desgracias que hacen de mí un desgraciado por acumulación. Ahora bien, hay dos instrumentos que convierten todo lo anterior en impostura, en levedad, y que, por lo tanto, hacen de mí un hombre afortunado.
–         En primer lugar, la literatura. El arte de escribir lo que uno siente –para que nos entendamos y pueda emplear una metonimia imperdonable- es la mejor forma de no sentir a quemarropa. La lírica o el confesionalismo se alejan de uno en cuanto el negro empieza a contrastar en el blanco con significación simbólica. Aclaro. Al tratar mi penosa suerte a través de la elaboración literaria, lo relatado deja de ser mío para pertenecer a un personaje neutro que me sustituye. La catarsis, ante todo, se obra en el escribiente. El pacto de ficcionalidad provoca que esta aparente autobiografía sea un engaño total. Para patentarlo, he añadido algunos hechos que no se corresponden con la realidad y, seguro estoy, aún declarándolo, algunos pensarán todavía que mi novia me engaña –al menos ella lo niega-. Sin saberlo quizás, la comunicación de estos accidentes vitales le incube a usted, sufrido lector, lo mismo que a mí. Han presenciado, pues, un exorcismo oficiado por la palabra consensuada. Por consiguiente, jamás podré considerar la literatura como un ocio, ni siquiera como un oficio; es mi manera de ser salvo. El arte de la escritura es facultad de desprendimiento. Queramos o no, está por encima y por debajo de la vida, pero jamás en el mismo lugar, esto es, literatura y vida no pueden ser simultáneas.  ¿Evasión? No, halterofilia.
–         En segundo lugar, la risa. Artefacto que, prodigiosamente, automáticamente, hace de la vida algo no del todo preocupante. Ese pequeño rapto de euforia consigue, primero, reafirmarte como conocedor y, segundo, sorprenderte mientras te alejas. Aunque sea silenciosa  e íntima, se produce cuando uno reconoce los mecanismos de la existencia; y quien sabe, gobierna lo que sabe. Así, la risa es una muestra de potestad, aunque sea inefectiva; la comprobación de la inteligencia que se huelga en algo que al cuerpo tortura. Es la victoria de la cabeza sobre el corazón. Sólo el que ve, ríe; y para ver bien, hay que tomar perspectiva, distanciarse. La risa es un pértiga para mantener la vida lejos o saltarle por encima.
 
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