Renovarse o morir
Conocí el legado de Antonio Gramsci (1891-1937), el fundador del Partido Comunista Italiano, durante mis casi tres años de estudios en Roma.
El dueño de una copistería que yo frecuentaba bastante en el Lungotevere solía charlar conmigo de religión y comunismo. En uno de nuestros primeros encuentros me preguntó a bocajarro, “¿qué les pasa a los comunistas españoles con la Iglesia?”. Eran años en los que el diario La Repubblica se despachaba en portada con titulares como aquel de «La España laica de Zapatero», firmado por Guido Rampoldi el 10 de octubre de 2004. Cuando aquel hombre esperaba una reflexión de cuño hispánico o algún argumento convencional, le espeté que ese mismo año el Kichi había recibido la insignia de hermano del Nazareno de Cádiz minutos antes de afirmar que «Podemos no viene a quitar la Semana Santa sino a mejorarla»… y que realmente estaba siendo así, porque él mismo concedió a la Virgen del Rosario la Medalla de Oro de la Ciudad.
El copistero me miraba perplejo, creyendo que le tomaba el pelo o directamente lo troleaba. Entonces él señaló a la desesperada, como si fuese la única vía coherente de solución, una cara retratada en un cartel con fondo rojo. Sí, era Antonio Gramsci.
Gramsci difería bastante de Karl Marx en la comprensión de la religión. Bajo su punto de vista, el enemigo en esencia no es la religión, sino el capitalismo. Y Gramsci sabía de lo que hablaba, porque coincidía con la revisión crítica que hizo Engels en la cuarta edición de El Capital (1890), donde reconocía que muchos burgueses y liberales se apuntaron a los movimientos populares y revolucionarios del Risorgimento italiano para cambiarlo todo, eso sí, sin perder su ventaja social y su posición económica. Concretando: hay muchos ateos que se ríen de los curas, pero también de los trabajadores. Por tanto, para Gramsci el problema no es tener fe o no tenerla, sino algo tan pragmático como qué hacemos con ella y cómo de útil puede resultar a la causa.
A partir de aquí, nos propone tener en cuenta dos cuestiones en la relación con la Iglesia y los no-ateos. La primera, que entre las filas de la Iglesia hay también aliados del internacionalismo obrero. Sin esos aliados procedentes del mundo creyente, el comunismo sería siempre una minoría sin apenas cauce de mediación social…
«Todo lo que te enseñaron es un estúpido anticlericalismo, erróneo política e intelectualmente. Yo tampoco asisto a la iglesia porque no soy creyente, pero tenemos que reconocer que la mayoría de las personas sí lo son. Si continuamos ignorando a los que no son ateos, siempre seremos minoría. Hay muchos burgueses ateos que hacen mofa de los sacerdotes y nunca asisten a la iglesia y, no obstante, son antisocialistas, intervencionistas y nos combaten frontalmente».
En segundo lugar, Gramsci nos recuerda cómo se atrapa a una serpiente, nunca de frente para que te muerda, siempre por la cola. Del mismo modo, no es inteligente atacar frontalmente al poder en ninguna de sus formas ni, por tanto, a las instituciones; es mejor infiltrarse y derribarlas desde dentro…
“La única forma que tenemos para hacernos del poder como comunistas, no lo que hizo Marx. Nosotros debemos infiltrarnos en la sociedad, infiltrarnos dentro de la iglesia, Infiltrarnos dentro de la comunidad educativa lentamente e ir transformando y ridiculizando las tradiciones que se han sostenido históricamente, a fin de ir destruyéndolas y formando la sociedad que nosotros queremos”.
Bajo mi punto de vista, el revisionismo marxista es una de las grandes aportaciones de El Capital a la historia del pensamiento. Ahí estriba precisamente lo afilado de su diagnóstico, su significatividad y su capacidad de transformación social. No obstante, de forma paradójica, es abrumadoramente común encontrar justo lo contrario, esto es, idearios de izquierda tristemente fosilizados o, lo que es igual de adverso, evolucionando de un modo tan inconsistente como traidor a sus ejes más atemporales. “No son los años 30”, me decía rotundamente aquel amigo comunista, echando el codo en el mostrador de su copistería. “Evolversi o morire”, remató. Renovarse o morir.
La noche del 2 de abril de 2005 murió Juan Pablo II. Me encontraba en la Plaza de San Pedro del Vaticano con unos amigos y estuvimos allí orando hasta la madrugada. Cerraron las líneas de bus y de metro, así que tuvimos que volver a casa caminando. Al pasar por debajo de un puente vi a tres hombres con petos del Partido Comunista Italiano que ponían unos carteles con la cara del difunto papa.
–¡Vaya! –pensé–, van a llegar pronto los reproches.
Cuando se apartaron, pude leer el letrero de la cartelería sobre la foto de Juan Pablo II: “Un uomo buono”. Un hombre bueno.
– “Buona sera, Luis”. Me dijo el copistero con la escoba encolada entre las manos.
– “Evolversi o morire, Gabriele”, le contesté.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.