Los nuevos rostros de la religión burguesa
Llama mucho la atención cómo la espiritualidad está volviendo. No en forma de grandes religiones, pero sí de otras maneras. El sentirse trascendido y la necesidad de trascenderse son tan esenciales al ser humano como la capacidad estética, la intuición, la fascinación o la empatía. Por eso, cuando los profetas de la muerte de Dios iban tocando la campana, muchos cambiaron la estampita por las cartas del tarot, la fe por la superstición, el mindfulness, los horóscopos o la santería. Alguno me dirá, “oiga, no confunda”. Ciertamente no todo lo dicho tiene el mismo valor, pero sí son alternativas actuales a las religiones tradicionales. Por cierto, dichos sucedáneos no son nada inocentes, sino que están bien amarrados a la lógica del mercado. Vamos, que salen más caros que el eurito de la colecta. Y no solo es que se consuma la espiritualidad convertida en productos tarifables, sino que el propio mercado los fabrica a su medida.
La medida que le interesa al mercado es bastante clara. No le conviene ninguna creencia que construya al sujeto, que lo haga más culto, libre y crítico, sino solo aquellas que le ayuden a convertirlo en un consumidor. Es decir, el mercado promueve espiritualidades que tutelen el tránsito de persona a cliente. Y del mismo modo que valora éstas, ataca a aquellas otras que poseen valores, un fuerte compromiso moral, una clara apuesta por la familia, por una defensa de la vida que va desde el niño no nacido hasta las víctimas de la injusticia, la guerra o el hambre…
Esto no es nuevo. El poder siempre usó la espiritualidad para legitimarse y alcanzar sus objetivos. Desde el culto imperial hasta la coronación de los reyes, pasando por sacar a Franco bajo palio. El poder siempre quiso a la religión, y la religión se dejó querer en demasiadas ocasiones. En la Europa cristiana, a eso es a lo que hemos llamado la “religión burguesa”, aquella que terminó por convertirse en la triste cobertura ideológica de la posición dominante. Marx lo advirtió con palabras incisivas, que bien podrían ser asumidas como una purificación de la fe desde la razón crítica, cuando llamó “el opio del pueblo” a toda la religión por extensión. Lo cual siempre es un error, dicho sea de paso.
Considero que la crítica marxista de ciertos pactos nada sagrados es válida, pero me pregunto por qué no se aplica a las expresiones espiritualistas de las nuevas corrientes religiosas, la utilización que se hace del Islam patrocinado para generar un nuevo orden social en Europa o -esta sí es más sonada- la fundamentación sionista como alma y como arma de un genocidio contemporáneo.
El juego continúa, y el capitalismo fabrica sus propios credos o da fuelle a los que mejor le sirven. Y a mi juicio, en esa tarea juegan un papel esencial la creencia en la reencarnación y el transpersonalismo. Según la noción de la reencarnación, el ser humano va pasando de un cuerpo a otro, de modo que el cuerpo no tendría nada que aportar a quién eres realmente. Lo genuinamente humano, por tanto, sería experimentar un ente incorpóreo que no está relacionado con ningún cuerpo físico, tiempo específico ni con ningún contexto ni proceso social. La reencarnación no aspira a vivir la fe haciéndose cargo de la historia compartida con los demás hombres, sino a disolver las relaciones temporales y corporales totalmente, de modo que no sea necesaria otra reencarnación para el alma. Por decirlo de algún modo, la meta para el alma sería llegar a convertirse en nadie, como si el concepto “persona” fuese una construcción nociva para la purificación del alma.
De esta manera, se presenta a la persona como un ser sin anclaje corporal, histórico y social. Lógicamente, para el mercado es más favorable concebir al hombre como un sujeto lábil, volátil. Cuanto menos raíces tenga, mejor. Cuanto menos criterio, más manipulable. Cuanto menos comprometido socialmente, más influenciable. Para el capital, siempre es mejor vivir una fe que te enseñe a cerrar los ojos para rezar, porque dar la espalda a la realidad y vivir la fe en la esfera privada es lo peor que ocurre cuando la espiritualidad se pervierte.
En cambio, la fe cristiana no cree en la reencarnación, sino en la resurrección de la carne. Cree que el alma y el cuerpo están unidos. La antropología cristiana concibe a la persona humana como un ser único, libre y plenamente responsable de la única vida que puede vivir, que es precisamente ésta, en este momento concreto de la historia y la sociedad a la que pertenece, y de la que es corresponsable. El mundo, en el sentido más extenso de la palabra, forma parte del hombre. La tarea evangelizadora consiste en llevar la plenitud de la vida divina a todo el hombre y a todos los hombres. Para el cristianismo, una fe adulterada o alienante es precisamente aquella para la que es indiferente la historia. Esto es, la que mira para otro lado cuando el hombre sufre. Jesús no se encogió de hombros ante nada ni nadie. Por eso, nos propone ser levadura, es decir, catalizadores de procesos personales y sociales mediante la integración de todas las cosas en Cristo.
En vez de cerrar los ojos, el auténtico cristianismo proclama una “mística de los ojos abiertos” que no solo tiene compasión de las víctimas atropelladas por el interés de los poderosos, sino que cuestiona los cimientos de toda injusticia. «Si cuido de los pobres me llaman santo, pero si pregunto por qué son pobres me llaman comunista”, decía el obispo Helder Cámara. Y es que una fe verdaderamente evangélica no da las respuestas que justifican la realidad tal y como es, sino que se hace las preguntas. Cuestiona, aguijonea la dictadura de la idea, subraya las contradicciones del concepto imperante, pone en crisis el porque sí de la autoridad. Nada ni nadie es Dios, sino Yahvé. Nadie puede alzarse con la última palabra, con la definitiva, sin ser un estafador queriendo sacar tajada. O Dios o el dinero; o la fe, humilde y desprovista… o el poder.
Precisamente por esto, cada vez que se ha querido manipular a la religión, se ha pasado a un segundo o tercer plano esta faceta corporal. La religión adocenada es útil al poder y, en estos tiempos de “espiritualismo burgués”, se está fomentando una vivencia de la religión deshumanizada, sin cuerpo, sin historia, sin vida social. Una fe que se vive solo de espaldas al mundo y en el fondo del alma. Un alma de la que nos cuentan que debe hacer sus muchos caminos reencarnándose una y otra vez, qué más da el cuerpo.
¿Podrá usted creer en la reencarnación sin dejar de valorar la relación “accidental” que tiene con su cuerpo? ¿Sin aspirar a diluir todo nexo de unión de su esencia con la persona que ahora mismo es? ¿Y lo podrá vivir sin cerrar los ojos y hacerle el juego a quien fomenta esa creencia como cobertura de sus abusos? Si lo hace, enhorabuena. La reencarnación es una creencia milenaria que ha ayudado a muchas personas. Yo también hago mindfulness, lo que no hago es el imbécil.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.