Navidad en una botella
Pero mis tíos, los que venían de viaje de novios, los esperaba mi madre para almorzar y sólo faltaban dos horas, lo que significaba “hacer una comida especial” no para ellos exclusivamente, sino para doce comensales si no quería atenerse a las alborotadas imprudencias propias de ocho niños que oscilaban entre los tres y los catorce años.
Mi tía Pilar llegó antes de lo previsto con sus inmensas gafas, y mientras los hombres abrían boca entre el mosto y el tomate con ajos picaditos, ella, como atraída por el olor del caldo de gallina, se acercó a la cocina donde mi madre y yo terminábamos los preparativos. Por aquel entonces ni todas las casas de Osuna tenían fregaderos ni el agua llegaba a todas las casas, por lo que en la mía se fregaban los platos en dos lebrillos de barro con el agua que previamente habíamos volcado del cántaro o sacado de la tinaja. A mi madre le gustaba tener algún remanente por lo que pudiera pasar, siendo a primera hora de la mañana, cuando todos dormíamos, el momento idóneo para traer varias cargas de agua en uno de esos carritos de dos cántaros.
Pues bien, como decía, mi tía estaba en la cocina con nosotras. Mi madre hacía una abundante ensalada y yo, a medida que secaba los cubiertos, salía y los colocaba en la mesa, pero una de las veces al volver a la cocina, sorprendí a mi tía con la nariz casi dentro del lebrillo metiendo y sacando la cuchara en el agua de enjuagar la vajilla al tiempo que decía sorbiéndola con entusiasmo:
“Sobrina, ¡pues no está tan bueno este caldo! ¡Y mira que olía bien desde fuera! Pero no… ahora que lo huelo de cerca… sabes tú que no. No ha salido ni mijita de gustoso”
Inma Valdivia© de su libro “El cuerno del Unicornio”
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