Han hecho Papa a Juan Belmonte
por El Pespunte
14 enero 2014
Decían que hubo un Papa de la ortodoxia, Joseph Ratzinger. Decían que hubo otro de la ortopraxis, Karol Wojtyla. Uno enseñó la manera recta de creer, el otro la de actuar. Pero, para el Papa Francisco, ortodoxia y ortopraxis se resumen en una palabra ingeniada por el jesuita González Faus: ortopedia. Es decir, yo creo y actúo correctamente si entiendo básicamente dos cosas: que la realidad es más grande que las ideas (Evangelii gaudium, n. 231) y que, por encima de un discurso moralizante, está la compasión, el acompañamiento y la promoción del hombre que sufre (n. 24). Esto no es lo único, pero sí lo principal. Por este motivo, desvela con una imagen su nuevo paradigma ortopédico-eclesial. Se trata de una Iglesia en misión permanente en clave de “hospital de campaña”: «Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas» (Entrevista al Papa, revista Razón y fe).
“El Papa de la ortopedia” explica esta imagen para invitarnos a cambiar muchas cosas de raíz. Porque a un hospital de campaña llegan los heridos con las tripas fuera… en esas circunstancias no es lo más adecuado perderse en remilgos, sino que es el momento de paliar sus males. Así desea este Papa que sea la Iglesia. Capaz de preocuparse más por las necesidades de la gente que de su autoconservación. En este sentido el Papa es tajante: deja ya de preguntarte por si éste está o no casado, si sus hijos se bautizaron o si es gay… busca al hombre que sufre y comparte su realidad, no lo juzgues, involúcrate. ¿Entonces –se preguntan los de dentro–, todo vale? ¿Qué hacemos con la moral de toda la vida? “El Papa de la ortopedia” responde: eso no es prioritario (cfr. n. 36). Además –continúa diciendo–, si no anunciamos lo verdaderamente principal del Evangelio, «el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes» (n. 39), confundiendo torpemente el seguimiento de Cristo con una maltrecha ética estoica. Y mientras se alían fariseos y herodianos para conspirar contra él y le llegan advertencias del entorno de la mafia, Francisco espeta con una tranquilidad asombrosa: «Dios no se cansa de perdonar» (n. 3). Madre mía, ¡es como si hubieran hecho Papa a Juan Belmonte, “El Pasmo de Triana”!
Francisco recuerda en clave de método pastoral un principio de la más arraigada doctrina católica, formulado nada menos que por Santo Tomás de Aquino: Lo más importante de nuestra moral «está en la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor». De lo cual, se sigue que en la enseñanza moral de la Iglesia hay una jerarquía, tanto en las virtudes como en los actos. No todo es igual de importante, por ser diversa su conexión con el núcleo de la fe. Y desde aquí, desde el núcleo de nuestra fe, sentencia el Aquinate a bocajarro: «La misericordia es la más grande las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias» (n. 37). Santo Tomás, “El Doctor Angélico”, citado hasta la saciedad por sectores eclesiales que «en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar» (n. 94), da la razón a todos los actuales planteamientos del Papa Francisco: ortodoxia y ortopedia nunca hubieran debido soltarse de la mano.
No se trata aquí de mutilar el Evangelio acomodando verdades socialmente incómodas. Tampoco hay que crear la ficción de una salida holgadita para tantos preceptos onerosos que terminaron metiéndonos en callejones sin salida por obviar dos cosas: la organicidad de las virtudes y el propio carácter procesual de la vida misma. Se trata más bien de reconocer que la Verdad, que es Cristo, puede quedar confundida si se absolutiza lo que no es primero (cfr. nn. 35 y 38). Es muy distinto. Cayendo en dicha confusión, hemos vetado el acceso a Cristo a quienes, como Zaqueo, nos parecían gente de poca talla. Pero el Papa vuelve a decir a los que no creen en Dios, ni piensan como nosotros, incluso a quienes nos detestan porque les hemos hecho sufrir o simplemente les parecemos odiosos: “Hoy quiero quedarme en tu casa”, es decir, hoy quisiera que me permitas ser tu compañero de camino, que me ayudes a mirar desde otra perspectiva. Como Belmonte, siempre acompañado por la Generación del 98 siendo aún antitaurina, también el Papa cree que todos podemos encontrarnos en lo fundamental.
Un amigo me comentaba que el “Huracán Francisco” es una campaña de imagen, buena ciertamente, pero sólo un lavado de cara. Yo creo en la honestidad del Papa. Creo que continuará con su programa reformista, más profundo que cosmético. También creo que el asedio interno es más fuerte de lo que parece y los ataques externos de algunos medios y renombradas firmas no se tardan en llegar. Creo además que vendrán más decisiones sorpresivas, pero absolutamente necesarias. Creo en un incipiente pero frágil cambio de época y de modelo eclesial… pero también creo que son nuestras comunidades cristianas las que deben recentrar su identidad en la vida teologal y, desde ahí, “primerear”, salir a las periferias, dialogar abierta y humildemente con el mundo, apostar más por la promoción de la justicia.
Si la historia nos enseña que los cambios reales y profundos siempre han venido de las bases sociales, entonces, no nos quedemos quietos ni caigamos en el «habriaqueísmo». El Papa no puede asumir todos los retos en primera persona, pero nosotros sí podemos correr riesgos. Él ya ha hecho mucho cuando, de un modo nuevo para nosotros, nos arenga parafraseando aquella famosa sentencia del Padre Arrupe: «Más vale correr el riesgo de equivocarse que cometer la equivocación de no arriesgarse». Es más, pide a los obispos que no sólo quieran caminar delante de su pueblo, báculo en mano, sino también detrás, sabiendo y confiando en que «el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos» (n. 31).
Pues ahora, queridos míos más papistas que el Papa, ya sabemos todos qué quiere el Santo Padre, “El Papa de la ortopedia” y “El Pasmo de Roma”: que arriesguemos; que transformemos nuestras parroquias en una Iglesia samaritana y desprovista, revestida de la alegría de la Pascua y de mano tendida a cada hombre, sobre todo a los que padecen; que no pasa nada si nos equivocamos abriendo senderos nuevos, porque… como cantara Carlos Cano tras la muerte del cura Diamantino: «La semilla de los nuevos tiempos llega con los vendavales».
Luis Joaquín Rebolo González
Periódico joven, libre e independiente.
Fundado el 24 de noviembre de 2006 en Osuna (Sevilla).