Cuentos

La semana del 11 al 17 de enero ha estado repleta de efemérides relevantes. Un 11 de enero de 1943 nació Eduardo Mendoza. Creo que todos los lectores lo conocen. Este autor catalán que escribe en español es un fenómeno editorial para bien de la literatura. A Mendoza se le lee, y eso es bueno porque Mendoza, propietario de una vasta cultura, maneja el lenguaje con elegancia, convertido en sus manos en una poderosa herramienta expresiva. Además es dueño de un gran sentido del humor, característica muy de agradecer en un panorama editorial a menudo sombrío, de novelas oscuras, de misterio pero sin brillo. Lean La ciudad de los prodigios o El laberinto de la aceitunas o El misterio de la cripta embrujada o la muy conocida Sin noticias de Gurb y pasarán ratos inolvidables. Su producción, después de más de medio siglo trabajando, es poco menos que inabarcable y merece mucho más que un párrafo en un artículo semanal. Para muchos, las obras de Mendoza pueden parecer insustanciales, frívolas, simples juguetes cómicos. Una lectura más atenta, sin embargo, descubre una aguda conciencia social, la sociedad vista siempre desde el lugar del burgués acomodado, eso sí, y, sobre todo, una preocupación por el lenguaje y una creatividad lingüística de las que todos podemos aprender. Conviene leer (o releer) a los clásicos que tanto han influido en la prosa mendocina (Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Baroja): solo de esa manera, leyendo obras excepcionales, podremos fortalecer y enriquecer de manera conveniente nuestro léxico y nuestra sintaxis, aun a riesgo de adoptar una forma de escribir impersonal. Intentar escribir como nadie lo ha hecho antes es una de las mayores majaderías que pueden cometerse; y perdonen la digresión, que a veces me pierde el afán didáctico. Como el lector sabe, Mendoza es también políglota y traductor, facultades que potencian su preocupación por el lenguaje. Él dice escribir atento siempre a la frase, sin pasar a la siguiente hasta considerar perfectamente acabada la ya escrita. No escribe borradores. Antes de nada se documenta de manera conveniente, toma notas con las que rellena cuadernos enteros, lee todo lo necesario y más, pero cuando empieza a escribir solo realiza una versión del texto. Ese es su método de trabajo.

Un 12 de enero nació Charles Perrault (1628-1703). Se trata del autor de cuentos que han llegado hasta nosotros, en distintas versiones y en diverso grado de mistificación, después de maravillar la fantasía infantil de muchas generaciones. A pesar de los dispositivos electrónicos, aún hay padres que consiguen que sus hijos pequeños coman el puré de verduras, o lo que sea que les den, mientras están distraídos escuchando embelesados de sus labios creaciones de Perrault como Caperucita roja, Pulgarcito, Cenicienta, El gato con botas o La bella durmiente, la mente presta a crear imágenes de lo que se les está contando, robusta, ejercitada, y no admitiendo, como dócil semoviente, las que se le dan en una pantalla y en movimiento. Conviene no olvidar que la literatura en la primera infancia se transmite de forma oral y que los padres son la mayor fuente de conocimiento de los hijos. Perrault, los hermanos Grimm, Hans Christian Andersen, Rudolf Erich Raspe, Lewis Carroll y otros muchos dejaron una buena provisión de cuentos para uso de progenitores juiciosos y formación de hijos afortunados. Habrá, por supuesto, quien critique estos relatos como propagadores de una ideología burguesa ya obsoleta, de valores heteropatriarcales hoy superados. Hagan lo que les parezca. Pero sepan que si desechan estos cuentos también deben rechazar por inapropiada toda la literatura creada hasta la llegada de esta dictadura de lo correcto en la que vivimos, sistema producto de la intransigencia y la cortedad de miras que viene a recordar el «realismo socialista» estalinista o el «arte nacionalsocialista» hitleriano, los cuales tachaban de degenerado, y perseguían, todo arte que no se aviniese a una ideología impuesta desde arriba, que no contribuyera a la difusión de una doctrina. A menudo se nos olvida que el arte verdaderamente valioso siempre es transgresor, no se somete a directrices ni a una ley dominante. Hoy día contar a los hijos La bella durmiente o Cenicienta se está convirtiendo en un acto de necesaria libertad. Además, y por cierto, a la hora de enjuiciar una obra existe algo llamado contexto histórico, y cada obra es resultado del suyo. Todas tienen cabida en una mente abierta.

En una viña de Roma, cercana a Santa María la Mayor, se encontraba trabajando un hombre el 14 de enero de 1506 cuando su azada toco algo duro. Acostumbrado a los hallazgos de antigüedades en la zona siguió escarbando con cuidado y empezó a descubrir un gran grupo escultórico. Acababa de encontrar, Laocoonte y sus hijos. La escultura, griega, posiblemente del siglo I a. C., relata el trágico final de un sacerdote troyano y sus hijos, los tres devorados por serpientes mandadas por los dioses, deseosos de permitir que los aqueos pudieran tomar la ciudad de Troya por medio del famoso caballo. Laocconte se oponía a la entrada en la ciudad de aquel extraño presente ofrecido por el enemigo y la historia le acabó dando la razón; no sé qué hubiera sido de las guerras antiguas sin la contribución de los dioses. La importancia de este hallazgo para la historia del arte es bien conocida: el equilibrio y la mesura renacentistas comenzaron a dar paso desde entonces al movimiento y la tensión característicos del barroco en el camino imparable de la evolución artística. Aquel no fue un hallazgo cualquiera, y nosotros lo celebramos hoy.

 

Imagen: Detalle de Laocoonte y sus hijos (artelista.com).

 

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Víctor Espuny

 

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