Buenos aeropuertos
¿Te vas o vuelves de vacaciones? le escucho decir a la presentadora de un programa de radio a la que ya se le han acabado las suyas. Yo voy de camino, en el coche. Observo por la ventana el eterno paisaje del verano; el campo, el verde, las montañas. Cuadros pintados por la naturaleza que se dejan ver en movimiento. Pacas de paja estratégicamente colocadas por nadie que otorgan una composición hermosa, caballos solitarios que parecen existir solo en la distancia, graffitis en mitad de la nada.
Viajar es el ejercicio de llenarse los ojos de cosas distintas, de calibrar una mirada cansada, de comer como si volvieras a aprender a masticar, de perderte en alguna parte de un mundo distinto al que habitas durante el año. Siempre pasa igual, al final no existe mejor conocedor que el que se desorienta. Para perderse no cualquiera vale, hay que ser capaz de dejarse llevar por el desconocimiento, obedecer a la brújula de la improvisación. A veces pasa, que los sitios más interesantes casi siempre se conocen de rebote. Todos vamos a los sitios con ideas prefabricadas que suelen evaporarse en menos de lo que tarda Abel Caballero en volver a sacar el Belén.
En la tertulia de la tarde hay un rato de charla sobre el coronavirus. A la gente se le ha ido la pinza con la playa y el cachondeo, los niveles de vacunación bajan y la marea sube. En el boletín de noticias cuentan como avanza la jornada olímpica y se paran un buen rato a analizar el quilombo del día; la ampliación de los aeropuertos de El Prat y Madrid-Barajas. Por lo visto, la polémica se ha desatado en las redes comenta con voz solemne la conductora del programa. Y ahí, mientras contemplo el rotundo paisaje es dónde decide quedarse a repostar mi cabeza.
Muchas veces una noticia activa un sensor en nuestro cerebro y hace que la moldeemos a nuestra manera. El meollo de la controversia es que hay una gran parte de la ciudadanía que opina que el dinero siempre va hacia el mismo lado. Yo, de manera instantánea, no me pregunten por qué, pienso en que me gustaría ser un buen aeropuerto. Sí, un sitio de esos dónde la gente se sienta a esperar, en el que recibir a personas nerviosas cargadas de maletas e ilusiones, cansadas o aburridas. ¿Tendría la capacidad de recomendarles un buen libro para amenizar el tiempo muerto? ¿Podría dejarlas leer en paz, consultar sus teléfonos, cotillear la vida que se escapa de mi territorio? ¿Sabría dejarlas habitar en silencio dentro de mí?
¿Sería capaz de dejar marchar a los aviones y esperarlos con los brazos abiertos a su vuelta? Siempre me ha preocupado despedirme bien porque me parece la mejor manera de anticipar un regreso. ¿Dejaría volar a las personas a las que les he dado cobijo? Soñar con sus regresos triunfantes, escucharlas con atención contar sus aventuras, sus experiencias, sus victorias y sus derrotas.
Sinceramente, me gustaría aspirar a ser ese lugar a dónde, al menos la gente a la que quiero, se dirige para ir de vacaciones. Ser el nexo entre la rutina y lo extraordinario, el que selle sus pasaportes para emprender rumbo hacia la calma, el transbordador entre la monotonía y la libertad. Ojalá tener la capacidad de calmar a un pasajero cabreado, saber pedirle disculpas como se merece y sobre todo poder hacerle olvidar cuando estuviese en mis pasillos. Me encantaría poder hacer de mis vuelos una experiencia, tener las terminales a punto para los pasajeros que decidan confiar en mí. Pienso en mi aeropuerto desde el coche. ¿Y tú, has pensado en el tuyo? ¿Merecería la pena la inversión?
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