Voces calladas

Parece lógico preguntarse qué es lo que lleva a ciertas personas a abandonar la seguridad de su casa y la molicie del sofá para adentrarse en las montañas. No me estoy refiriendo a los que practican senderismo, sana costumbre que nos acerca al conocimiento y el disfrute de la naturaleza sin exponernos a peligros de consideración. Me refiero a aquellos que encuentran un placer especial en subir y subir hasta llegar a una cumbre, a menudo viéndose obligados a salvar obstáculos naturales cuya superación requiere habilidades físicas especiales. Son personas que no padecen vértigo ni en la más leve de sus manifestaciones, y su corazón y sus pulmones funcionan como a los veinte años. Estos individuos parecen conservar en su constitución genética huellas de los hombres anteriores al Neolítico, cuando el nomadismo era la forma de vida natural y única y su práctica implicaba la necesidad de alcanzar pasos de montaña, puertas a tierras inexploradas. No hablo, sin embargo, de los que forman esa plaga que está degradando de una forma que causa vergüenza ajena los alrededores de las cumbres del Himalaya y de otras imponentes cordilleras, individuos que van a la caza de una foto en el pico y a tachar su nombre como prueba superada sin importarles dejar el campamento base hecho un estercolero; estos merecen la más severa de las condenas: los hay incluso que, a fuerza de talonario, hacen en helicóptero gran parte del recorrido, degradando el medio más si cabe y demostrando que la subida al Everest se ha convertido en una acción frívola más. Tampoco hablo de ellos. Me estoy refiriendo a los auténticos montañeros, que a menudo se contentan con subir, bota mediante, un tres mil por el simple gusto de disfrutar de las alturas y poder observar con los prismáticos el esquivo sarrio de las cumbres pirenaicas o el vuelo solemne del enamorado cóndor andino. Caminan en soledad, sin necesidad de sherpas ni de oxígeno, y valoran, sobre otras muchas cosas, la salud de sus rodillas. Y los árboles. ¡Ay, los árboles!

Compañeros fieles de las aproximaciones a las cordilleras, los bosques son siempre la antesala de las cumbres y los pasos de montaña. La vista se recrea en ellos mientras no paramos de ascender. Y casi sin darnos cuenta, entretenidos con un paisaje tan especial, alcanzamos terrenos despoblados, zonas de altura donde crecen solo arbustos cada vez más pequeños, mejor dotados para la supervivencia en condiciones climáticas extremas. Pero hasta llegar a esas zonas desarboladas de las montañas, los árboles nos acompañan, a veces junto a torrentes provenientes del deshielo y siempre con la alegre presencia de los pájaros. Su catálogo es extenso. Pueden ser pinos, castaños, sabinas, arces, pinsapos, tejos, robles, encinas, hayas, olmos, fresnos, cedros, nogales, incluso olivos, álamos o almendros en las cotas más bajas, dependiendo de la sierra donde nos encontremos. Están ahí, donde siempre han estado, cada año un poco más viejos y majestuosos, silenciosos siempre. No piden nada y nos lo dan todo. Proporcionan belleza, sombra, perfume, soporte para otras vidas (aves, ardillas, insectos), solidez para el terreno, consolidación de las laderas, apoyo para nuestra cansada espalda, orientación por las señales de su corteza y, en ocasiones, alimento. No se mueven, no tienen esa defensa contra las agresiones que poseen los animales, y a pesar de ello, si tienen suerte, viven siglos, a veces milenios. En las faldas de nuestras sierras, a menudo a media ladera, encontramos ejemplares magníficos, algunos de ellos considerados monumentales y protegidos por ley. No es este el caso de los indefensos pinos de apenas cincuenta años de los alrededores del área recreativa El Robledal (1.092 m s. n. m.), lugar situado en el término municipal de Alhama de Granada, justo al inicio del ascenso al pico de La Maroma por su cara norte y dentro ya del Parque Natural Sierra de Tejeda, Almijara y Alhama. Qué pena da verlos acuchillados para sacarles la resina, su sangre, lo más preciado que tienen. ¡Ay, los árboles! Y siguen mudos, a pesar de todo.

Como dijo alguien con admirable concisión, sólo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último pez atrapado, las personas comprenderán que el dinero no se come.

La naturaleza es nuestra madre primera, cuidémosla.

 

Imagen: Fotografía tomada en El Robledal (Granada) el pasado 1 de mayo.

 

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Víctor Espuny

 

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