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Perico Girón se enamora (y XIV)

Perico Girón se enamora (y XIV)

Desoyendo los consejos de Clemencín, Perico empezó a dar órdenes para que sus deseos se cumpliesen. Firmaba los documentos como el duque de Osuna: había que representar autoridad.

La llegada de las nuevas disposiciones ducales a las poblaciones implicadas levantó enorme revuelo en los cabildos municipales. Sus integrantes, la mayoría nobles propietarios de menor importancia que los duques pero también acaudalados, vieron peligrar su ventajosa posición y decidieron no comunicar nada a los posibles beneficiarios de las reformas. En lugar de eso, alarmados, escribieron a la madre de Perico explicándole humildemente, pero con firmeza, el agravio que supondría para ellos la pérdida de sus puestos en el cabildo y la privación de tierras que llevaban generaciones arrendando. Sus familias habían hecho fortunas que les habían permitido erigir casas ostentosas y, en general, mantener una vida de lujos. No estaban dispuestos a perder todo aquello, y más ahora, que la vuelta del rey Fernando parecía haber alejado cualquier veleidad revolucionaria.

María Josefa acogió aquellas cartas con incredulidad. Perico no le había consultado nada y, como avisara Clemencín, no era partidaria de cambio alguno que significase pérdida de derechos. La Constitución de Cádiz, ahora abolida, había supuesto para ella tremendos temores acompañados de noches de insomnio, y su derogación por parte del rey la vuelta a la tranquilidad. Era amiga personal del rey. A menudo lo invitaba a almorzar en su palacio de la Alameda de Osuna del que tan orgullosa se sentía. Entre los dos existía gran afinidad de ideas.

Perico no tenía nada que hacer.

Antes de tomar ninguna decisión la madre lo llamó, quería hablar con él. A mí me fue ordenado avisarlo. Estuve buscándolo por toda la casa hasta que lo encontré con su mujer y su hija en el jardín, justo a los pies de la fachada por donde se descolgara años antes para huir de casa. El paso del tiempo no había sido en balde y sus sienes dejaban ver ya algunas canas entre sus negros cabellos. Belle, sin embargo, seguía tan lozana como siempre. Los años habían afianzado su belleza, apoyada ahora por ese punto de felicidad que da la maternidad a la mayoría de las mujeres. Isabel, la hija, era ya una niña inquieta y curiosa que no dejaba de moverse por el jardín jugando con los perros. Recordaba a su padre cuando niño.

Perico subió la escalera muy serio. No sé por qué pero tuve la impresión de que ya sabía para qué se le llamaba.

—Entra, Perico. Ven aquí —le dijo la madre nada más verlo asomar por la puerta—. ¿Qué es eso de que vas a revocar los antiguos arrendamientos de nuestras tierras en El Arahal, Morón, Osuna, La Puebla y Marchena? Te recuerdo, además, que Marchena es de mi propiedad, como duquesa de Arcos que soy. Ahí no podrías mandar nada. Veo que pretendes arrendar pequeñas hazas de tierra y en unas condiciones perjudiciales para nosotros. ¿Qué te ha dado, hijo?

—Intento hacer el bien, madre. En esos pueblos hay muchas personas que pasan necesidades. Tienen hambre.

La madre lo observó en silencio durante unos instantes y lo invitó a sentarse junto a ella. Luego le tomó la mano con dulzura y lo miró a los ojos con una intensidad que Perico no le conocía.

—Siembre has sido el mejor de mis hijos. Tienes un gran corazón, Perico, pero en este caso estás equivocado. En esos pueblos nadie pasa hambre. La iglesia se ocupa de tener cubiertas las necesidades de los pobres y los cabildos mismos ordenan el reparto de hogazas de pan cuando la necesidad aprieta.

—No lo creo madre —respondió Perico apartando su mano—. Sé con certeza que hay personas viviendo muy mal. Apenas tienen trapos remendados para vestirse, y además no saben leer.

—¿Y para qué quieren hacerlo, hijo? —preguntó la duquesa con la misma dulzura—. Los sacerdotes se ocupan de enseñarles domingo a domingo lo que tienen que saber. No necesitan más.

—Madre, creo que no nos vamos a entender.

—Yo a ti te entiendo muy bien, demasiado bien, hijo —respondió la madre endureciendo de tono y poniéndose en pie—. Esas estancias tuyas en el extranjero te han dañado. Ellos tienen un punto de vista equivocado de las cosas. Vienes de países impíos.

Perico permaneció un rato callado, sintiéndose impotente. Por la ventana abierta entraba la risa de la niña, que aún jugaba en el jardín.

—No puedes hacer nada para impedir el cumplimiento de mis deseos, madre. Soy el duque de Osuna.

—Hasta ahora lo eres, sí. Anda hijo, dame un beso y retírate.

Perico así lo hizo. Nada más salir, la madre pidió recado de escribir.

 

Tomás Moyano Rodríguez, secretario del despacho de Gracia y Justicia, era un hombre activo. Tenía más de cincuenta años pero aún conservaba casi íntegra la vitalidad que le caracterizaba. En su juventud había sido muy estudioso, virtud que unida a la astucia y la discreción le había permitido ascender hasta lo más alto. Conocía bien la Constitución de Cádiz, donde había sido diputado, y también los efectos, que juzgaba perniciosos, de la libertad de imprenta. Casado con María Nonet y Figueroa, natural de Osuna y emparentada con terratenientes locales, había enviudado pocos años antes pero mantenía buenas relaciones con su antigua familia política. Todo lo relacionado con Osuna le interesaba.

Al ver entrar a la duquesa en su despacho se levantó con prontitud y acudió a recibirla. La acompañó y la invitó a sentarse en uno de los sillones de cuero repujado enfrentados a su mesa. Moyano se sentó sólo cuando consiguió de la duquesa la autorización para hacerlo.

—No seáis ridículo, Tomás. Es vuestro despacho.

Moyano se sentó en el sillón vecino y la observó con admiración. La duquesa iba vestida ese día con un vestido estilo imperio, de escote cuadrado, ceñido bajo el pecho y suelto hasta los pies. En modo alguna aparentaba los sesenta y tres años que tenía. En un despacho como aquel, decorado a la severa manera castellana, María Josefa parecía un objeto precioso, la memoria de viaje a un lugar alegre y lejano.

La duquesa le explicó los inusitados proyectos de su hijo y le pidió consejo.

—Lo que plantea vuestro hijo supondría el final de una clase, el fin de los privilegios que hemos venido disfrutando desde hace siglos.

—Eso ya lo sé, Moyano —respondió, impaciente, María Josefa—. Os pido que me ayudéis a encontrar una forma de impedirlo.

Moyano permaneció en silencio durante unos instantes. Había empezado a llover y el agua repiqueteaba con fuerza en el alféizar de la ventana. El día era gris. Luego se levantó, dio la vuelta a la mesa y tomó un pesado infolio de los que estaban repartidos por ella. Hizo una consulta rápida, quedó pensando de nuevos unos instantes, ahora en pie junto a la mesa, y volvió a sentarse.

—Hay una fórmula que serviría para incapacitarle; no se me ocurre ninguna otra. Él seguiría manteniendo el título de duque de Osuna pero legalmente no podría tomar decisiones de índole económica. En definitiva: habría que declararlo demente, orate, débil mental.

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María Josefa Alonso-Pimentel, princesa de Anglona, condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Arcos y Gandía y ahora suegra de la duquesa de Osuna, dejó sus ojos fijos en el suelo. La mirada era dura, de quien se sabe obligada a arrinconar sus sentimientos. Había querido a su Perico con toda su alma pero ahora se trataba de salvar algo más importante que un hijo. Era incapaz de imaginar con serenidad a sus descendientes criticándola por haber permitido algo así. La desigualdad entre las personas era algo querido por Dios. La voluntad divina estaba detrás de todas las cosas que pasaban, también detrás de la forma de vivir de los braceros de las fincas andaluzas. No podía ir contra la historia, no podía ir contra Dios.

 

El expediente se solventó con gran rapidez. Entre la gente instruida del pueblo de Madrid había muchos críticos con los abusos de poder y, aunque ahora estaban obligados a permanecer callados en las tribunas públicas, hablaban en voz baja de la manera en la que María Josefa había engrasado la máquina de la justicia. En poco más de un mes se había tomado declaración a todos los testigos, que juraron decir la verdad cuando aseguraban haber visto a Perico correr por la calle medio desnudo y cantando, la cabeza llena de plumas traídas de las Indias; cuando describían con todo lujo de detalles la forma que Perico tenía de ir montado de espaldas en los caballos, de manera que no podía saber por dónde el caballo andaba; cuando imitaban la forma que tenía de hablar Perico por las noches, una mezcla ininteligible de tedesco, francés, catalán y vascuence. Varios de los testigos aseguraron, por fin, que Perico había tenido trato muy estrecho con herejes de toda laya durante su estancia en Ginebra, afirmación que hizo torcer el gesto al tribunal mucho más que cualquier otro de los infundios anteriores. En su alegato, el fiscal recordó a todos los asistentes la naturaleza de la institución del mayorazgo, la cual suponía por definición la existencia de bienes de manos muertas, una institución sagrada, sancionada desde siempre por Dios, que no podía ponerse en manos de una persona incapacitada para ello. Con sus manipulaciones, sus silencios y sus escogidas palabras, aquel hombre llegó a emocionarnos a todos, hasta a mí, que conocía el porqué y la falsedad de todo aquello.

Fue así como nuestro protagonista fue declarado incapacitado, María Josefa recuperó las riendas de la casa de Osuna y los braceros de aquellos pueblos andaluces perdieron la oportunidad de vivir de forma digna.

Una semana después del juicio, Perico Girón consiguió escapar del confinamiento al que la madre lo tenía sometido. Buscó a Belle y a la niña y los tres huyeron juntos de Madrid. Yo no tuve nada que ver con la huida, puedo jurarlo. Dicen que vive en los Estados Unidos, donde defiende la libertad de los esclavos.

Allí debe ser feliz.

 

Fin

 

La imagen proviene de edition.cnn.com

 

*Perico Girón se enamora fue publicado con otros once relatos en Una vida acomodada y otros cuentos. Málaga: Ediciones del Genal, 2021.

 

Víctor Espuny

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