Perico Girón se enamora (VI)
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Al día siguiente, Perico llegó a la plaza Mayor a la hora convenida. Iba vestido con sencillez y se hacía el distraído. Parecía un paseante ocioso más, no un miembro de una de las casas nobles más importantes del país. Belle estaba ya esperándolo. Eso de parecer tan disponible y tan dispuesta a entablar relaciones desde el primer torpe intento de Perico recordaba la forma de actuar de una mujer de la vida pero Perico no lo consideró así. Ella vestía de gris, con capa y capucha; reconocerla era de todo punto imposible. Sólo el rostro podía llamar la atención de cualquiera, porque una cara así, y enmarcada por rizos trigueños, no tenía parangón en todo Madrid. Ella le invitó a caminar. Fueron buscando calles excusadas, estrechas y solitarias, donde nadie repararía en ellos. Perico iba exultante. A cada instante se volvía para hablarle.
—Desde que nos conocimos en París he estado esperando este momento con ansiedad, señorita Belle. Días ha habido que ni siquiera he comido. Las horas se me pasan pensando en usted.
—Sé, Pedro, que aquel día os gusté y quizá os sigo gustando todavía…
—¡Pues claro!
—… pero antes de dar un paso más debéis conocerme mejor. Mi vida no es lo que parece.
—¿Qué queréis decir?
—Escuchad. Nací en uno de los barrios más pobres de Burdeos hace ahora dieciséis años. Mi padre no era lo que se dice un caballero. A mi madre no la conocí: murió poco después de nacer yo. Me crio una vecina que se apiadó de mí y me dejó compartir sus pechos con sus hijos a cambio de nada. Durante los primeros años me protegió de mi padre, un hombre violento. Pero aquella mujer murió a mis cuatro años y mi padre me vendió a un comerciante de vinos, Monsieur Antoine Lapêtre, que me llevó con él a París, donde conocí a su mujer, Madame Sophie. No tenían hijos. Se volcaron en mi educación. Me enseñaron todo lo que una señorita debe aprender y me compraron todo lo que una señorita debe tener, de manera que me convirtieron en lo que ahora soy. Antoine era un hombre singular, muy entretenido. Bailaba bien, disfrutaba haciéndolo, y me enseñaba todas las variedades de contradanza y minué que salían. Madame Sophie me peinaba y ambos me vestían con las mejores telas que podían comprar. Pero la suerte volvió a serme esquiva hace dos años. Unos ladrones entraron en nuestra casa de París y mataron a mis padres adoptivos, a los que tanto he echado a faltar desde entonces. Yo estaba en una habitación cercana a la puerta y pude esconderme antes de que dieran conmigo. Desde allí lo escuché todo. Cuando al fin se fueron llegó un silencio aterrador. Yo no quería salir de mi escondite por miedo a lo que iba a encontrar. Fue inútil permanecer allí, lo sé, pero durante un rato no pude hacer otra cosa. Al fin salí y los encontré a los dos como si estuvieran dormidos. Parecían haber muerto asfixiados. Los habían dejado sentados en un sofá, uno junto al otro, como si el sueño les hubiera sorprendido mientras hablaban. La mano de ella reposaba sobre la de él, parecía querer guiarla hacia algún sitio.
La casa estaba revuelta. Los ladrones habían estado buscando dinero por todos lados pero habían sido incapaces de encontrar nada. Aún estaba conmocionada por lo que acababa de pasar cuando volví a escuchar pasos. Corrí de nuevo a esconderme. La persona que entraba, extrañada de encontrar la puerta abierta y todo revuelto, empezó a preguntar en voz alta si había alguien. Al punto reconocí la voz del general Lorraine, un amigo de mis padres. No lo dudé un momento: salí de mi escondite y me arrojé sobre él buscando protección. Él me recibió con calidez, demostrando la bondad que siempre le había supuesto. Le expliqué lo que había pasado y me dijo que no me preocupara por nada.
Lorraine me dio su protección. Quiso que me fuera a vivir con él para que estuviera bien atendida. A mí aquella proposición me pareció bien desde un principio porque conocía sus inclinaciones y sabía que respetaba a las mujeres. Él nunca llegó a explicármelo pero yo lo sabía. Había un joven pintor con el que me fue fácil relacionarlo. Acostumbrada, gracias a los años que había pasado con Antoine Lapêtre, a ciertos comportamientos y gestos que a menudo declaran a los hombres afeminados, sabía que Lorraine iba a ser de verdad un buen padre fingido. El pintor se llamaba Alain Bonnet. Era un joven como de veinte años de trato muy ameno, larga melena y alma viajera. Se parecía a usted.
Perico, que escuchaba la historia de Belle con la tensión del que camina cerca del abismo, respondió rápido a su cumplido con otros que sería prolijo relatar ahora y harían esta narración interminable.
—Hace unos meses Lorraine fue nombrado agregado militar en la embajada francesa en Madrid y aquí nos hemos venido. Al principio estuvo muy triste por lo lejos que se encontraba de su Bonnet, pero creo que ya se ha consolado con un poeta gallego que conoció en casa de los duques de Abrantes. Se le ve feliz.
—¿Y usted, Belle? ¿Es feliz? —le dijo Perico cogiendo una de sus manos.
—Ahora sí. ¿Vendréis mañana?
—Haré lo que gustéis.
(Continuará).
Reproducción de Vista del puerto de Burdeos, de Claude-Joseph Vernet (óleo sobre lienzo, 1759).
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.