Música y silencio

Dicen que la música amansa a las fieras. Pero me pregunto si también puede ocurrir que la música despierte a la fiera que todos llevamos dentro o, que si no la despierta, consiga, cuando menos, ponernos de los nervios o que la aborrezcamos. ¿No ha tenido nunca en casa a una limpiadora que le ha puesto Radiolé de 9 a 1? ¿No ha tenido nunca en casa albañiles y le han puesto Los 40 Principales desde que amanece hasta que anochece, o sea, diez horas más o menos?¿No ha paseado con sus niños o sin sus niños por la Calle del Infierno –nunca mejor bautizada- de cualquier Feria? ¿No ha trabajado nunca en un supermercado y ha estado escuchando tiernos y empalagosos villancicos desde las 9 hasta las 21 horas?
Claro, todo es maravilloso y va bien y es estupendo y hay placer y hay emoción y hay paz interior y hay comunión espiritual cuando, pongamos por caso, el 1 de Enero uno escucha la Marcha Radetzky y los valses de los Strauss, padre e hijo –verbigracia, El Danubio azul-, cuando uno escucha el Coro de los esclavos del Nabucco, o el Bolero de Ravel, o el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, digo más, cuando uno escucha La respuesta está en el viento, de Dylan, o Angie, de los Rolling, o Al alba, de Aute, o Ne me quittepas, de Brel, o Yesterday, de los Beatles, o algo de Atahualpa Yupanki, o algo de Iva Zanicchi –digamos, La riva bianca, la riva nera-, o un poquito de jazz, o Los sonidos del silencio, de Simon y Garfunkel,… en fin, qué les voy a contar: y veinte mil composiciones, temas, canciones más –bueno, mil, o cien-. Así, sí.
Pero, cuando se trata de machaqueo, pachangueo, flamenqueo, rumbeo, salseo, rapeo, jaleo,… uno llega a la conclusión de que no es que no se pueda vivir sin música, es que no se puede vivir sin eso, precisamente, sin silencio. Con silencio se escucha el viento, con silencio se escucha el mar, con silencio se escucha el piar de un gorrión que anda en algún lugar, con silencio se escucha tu propio corazón o el de la persona con la que estás, o con silencio no se escucha nada, que nada hay ni hace falta escuchar.
Todo esto lo escribo con un lápiz en un trozo de cartón, sentado en la escalera de una casa vacía, mientras un pintor me pinta el patio. Y, ¡oh, suerte sin par, oh, fortuna extrema, oh, bienaventuranza mía!, no trae radio y, yo, solo escucho el raspar de la espátula de vez en cuando y el suave deslizarse del rodillo sobre la pared, arriba y abajo, arriba y abajo.
No se puede ser más feliz: el hombre no se ha traído ni ha pedido música, además, es callaíto, además, no fuma y, además… ¡no se lo pierdan!: ¡me está dejando el patio hecho un primor: como un oso polar, como una novia para una boda, como una tarta de merengue, o sea, blanquito, blanquito! ¿Se puede pedir más?
Antonio G. Ojeda
Osuna, 10 de junio de 2022