Mitologías españolas: Camarón de la Isla
La existencia individual es externa, lineal y temporal y se limita a sumar; es la conocida por los demás porque está expuesta. La vida de cada uno de nosotros, que es una dimensión mental, se desenvuelve por síntesis y se limita a restar porque en el fondo anhela ser fruto; es la que realmente se alberga en nuestra memoria propia y no en la de los demás. El insigne Jorge Luis Borges manifestó en su día, como si se tratase de un credo artístico, que la felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí.
Una tarde fresquita de julio a.C.C. (antes del Cambio Climático), que se pierde en la leyenda del tiempo de los hombres, un niño muy niño, al que el corazón le saltaba en vez de latirle, buscó un rincón solitario en la playa y se sentó a contemplar ensimismado el mar de Cádiz. No había agua. Había asombro. Era una inmensa llanura de lapislázuli inexplorada. Era un espejo de la conciencia. De pronto, el mar y el cielo se conjugaron en una única atmósfera y se tornaron de un vago color platino, el sol voló con el horizonte y el oxígeno y el nitrógeno del aire sonaron muy hondos, como si no fueran de este mundo. Unos hados susurraron al oído del niño que debía morirse joven y en verano. En el verano soñoliento perecen los semidioses desde la Eda de Piedra en aras de su glorificación. Le propusieron una fecha, el 2 de julio, y una edad, 41 años. El niño no pensó nada. No se inmutó. Sólo cerró los ojos y cantó al compás de las olas, que como la vida misma, se van y vienen sin cesar. El paisaje se desvaneció hasta hoy. El niño muy niño sigue allí, intuitivo, parco en palabras y rico en sonidos, con un nimbo de camarones en su cabeza. Las drogas, el alcohol, las juergas nocturnas, las habladurías, no le ganarían a su introspección artística. Sólo un cáncer de pulmón podía acabar con ella.
Introvertido y noble, alejado de las envidias y del narcisismo propio de la profesión. El dinero, la fama y la planificación de los días le traían sin cuidado. Por el torrente sanguíneo le bailaba una bulería de serotonina. Cantaba feliz con voz trágica y desgarrada de Homero gitano, la belleza es una paradoja sin final. Y cantando era feliz porque era lo único que sabía hacer como él mismo reconocía. Y desde esa humildad sólo es posible la grandeza.
En una entrevista televisiva de 1975, con apenas 24 años, muy joven pero añejo, declaró que “hay que buscarse”. Lo espetó con timidez y media sonrisa. Hablaba el niño muy niño de la playa. En la actualidad, la mayoría de los artistas ya se han encontrado desde el primer disco como producto comercial.
El molde (el flamenco), es sólo eso, molde, como el blues o el rocanrol, con su raigambre y su proyección cultural. El moldeador es el que propone y pone el arte del molde, incluso se convierte él mismo en el propio molde sobre el que otros seguirán modelando. Camarón de la Isla, pese a las críticas de sus comienzos por el atrevimiento de su cante en un contexto muy purista y ortodoxo, es modelo y molde.
Julio Cortázar escribió en Rayuela, refiriéndose al jazz y al montón de chantajistas que genera el arte, que “una cosa es la música que puede traducirse en emoción y otra la emoción que pretende pasar por música”. Por eso, la voz vieja y remota de Camarón encajaba sin forzamiento como una alianza matrimonial en el anular musical de la Orquesta Filarmónica de Londres. Por eso, cantó como nadie a Lorca (músico también), con el timbre deseante y rasgado de sus versos. Y mira que han cantado y recantado (y chirriado) a Lorca hasta el hartazgo. Por esta sencilla razón que rima con emoción, José Monje Cruz está vivo.
IDEAS Y CREENCIAS
Escritor y profesor de Lengua y Literatura.