España, esa ‘cosa’ por conveniencia


Poco más de medio millón de kilómetros cuadrados de territorio pronunciado España, nombre que en unos provoca repelús o espasmos y en otros un orgullo antediluviano patrimonio del alma y de los chanchullos. A España la han parido de continuo como un conflicto. Pero los acontecimientos se desencadenan y se suman y resulta que el conflicto cada vez se parece más al espectáculo de una ópera bufa, a la recreación del esperpento valleinclanesco, dan ganas de reírse por cansancio pero con el material del llanto. Y de trasfondo dominante, Europa, que ladra como un cancerbero rabioso babeando mandatos y euros por doquier. El Viejo Continente de vieja apuesta cultural y humanista ha devenido en moderna maquinaria burocrática y deshumanizada. La Unión Europea se ha forjado como un burdo remedo de los Estados Unidos de América con su patrón dólar y la sístole y diástole de Wall Street. Hubo un tiempo (no lejano) de atracón de ladrillo y economía entusiasta. Y todos felices. Luego, los hados financieros (las crisis) nos devolvieron a la austeridad cotidiana de la cesta de la compra y de las hipotecas imposibles. Y casi todos descontentos. Una desgraciada desaceleración económica, según los expertos. Los eufemismos son la derrota del lenguaje y del progresismo. Hubo un tiempo y siempre habrá un tiempo (muy español) de mediocres y corruptos con poder, oportunistas de profesión, que se dedican a enriquecerse inescrupulosos desde la escasez y el drama de la ciudadanía. La superioridad moral no pertenece a las siglas de ninguna formación, sin responsabilidad ética la política es un fraude. Y hubo un tiempo en que los nacionalismos fueron propulsores de la modernización del país en los Pactos de la Moncloa. Aquel tiempo milagrero y aquellos nacionalismos se han difuminado por completo, por no hablar del deterioro democrático. El nacionalismo empedernido es un atraso, que se ha encarnado en progreso según el evangelio apócrifo del nuevo socialismo samaritano. Ahora resulta que el nacionalismo supremacista es generoso y filantrópico, y hasta progresista. La ciencia del pasado ha demostrado a las claras que fanatismo religioso, dinero y nacionalismo han sido el germen de las mayores catástrofes que ha sufrido la humanidad. De hecho, todo nacionalismo, por esencia y fundamento, es una religión territorial y del dinero. Los nacionalistas son incorregibles e insaciables en su afán de etnicidad (los españolistas también).
Estamos instalados en un presente incierto, partiendo de la base de que todos los presentes llevan la marca oculta de la incertidumbre y la historia en cualquier coyuntura se revuelve para morder. La sociedad civil está postergada y España politizada hasta el duodeno, pero el consenso hecho trizas. Las salas impolutas de las instituciones siguen inmaculadas gracias a la retórica. Y nuestra norma fundamental de convivencia, la Constitución, ha perdido su cabalidad con el trance ofuscado de la amnistía, que significa literalmente amnesia, qué cosa. España, salvo por interés, es el país menos amnésico del mundo. Su guerracivilismo es genético. Los padres pensaron la Carta Magna por la paz y los hijos trajeron el cainismo y los ripios que riman y arriman el ascua a su sardina. La política es el arte pudoroso de silenciar los quebrantos durante el ejercicio del poder y el arte obsceno de sacarlos estentóreos y amplificados por la megafonía en los auditorios de los mítines electorales. La ultraderecha es lo que es, previsible; pero la izquierda está dejando de ser, imprevisible. Las diferencias son admisibles y necesarias. Las paradojas irritan al más santo. No se puede predicar igualdad y justicia social desde los púlpitos y etiquetar por ley a los ciudadanos según comunidades. El hecho diferencial es cultural, nunca político ni jurídico.
Albert Camus, una de las mentes más honestas y lúcidas del siglo XX, sostenía que la democracia no es un estado, sino un proceso que siempre está por hacer, por levantar y defender.