Memorias de un estudiante amnésico (23)

Me senté con los demás. El aula, enorme, tenía planta rectangular y distintas alturas. Salvando la superficie plana donde se encontraban la pizarra y la mesa del profesor, había sido construida con anchos escalones en los cuales se disponían pupitres de gran longitud acompañados de asientos elevables para facilitar el tránsito. El mobiliario era de madera de castaño, o similar, con una buena capa de barniz. Eran muebles recios, pensados para soportar el paso de cientos de personas a diario. Los estudiantes accedíamos a los asientos subiendo la grada por uno de los tres pasillos existentes, uno central y dos laterales. Una vez sentados, teníamos a nuestra derecha una pared ciega y a nuestra izquierda otra pared en la que se abrían multitud de ventanas rectangulares que daban a uno de los patios de luces de la Fábrica de Tabacos. Hablamos del curso 1987-1988. El aula debe existir aún pero quizá tenga otro aspecto, no lo sé. Entonces era acogedora.

Salvo algunas asignaturas, los primeros cursos de carrera, entonces de cinco años, eran comunes a todas las especialidades. Un alto porcentaje de mis compañeros buscaba licenciarse en Filología Inglesa, la más aconsejable, decían, para obtener trabajo. Estudiar Filología Hispánica estaba considerado una pérdida de tiempo, una manera de malgastar energías en algo que no daba dinero. Otra de las características de la mayoría de mis compañeros de primero era el amor por la música. Muchos de ellos, sobre todo los que iban encaminados a especialidades basadas en idiomas no maternos, poseían buen oído para la música, como si esa facultad ayudara al aprendizaje de otras lenguas, cada una con fonética propia y sonidos y acentos peculiares, quizá lo más complicado de aprender y discernir. Poco a poco, por las amistades que iba haciendo y los retazos de conversaciones que escuchaba, me di cuenta de que estaba rodeado de cantantes e instrumentistas y eso me dio una gran paz interior. Parece absurdo, pero fue así.

Aquel primer año hice amistad con varias personas. Una de ellas, un joven con gafas de montura oscura, tímido y aplicado —estudiaba al mismo tiempo la carrera de filosofía—, se dejó caer un día, al cabo de meses de conocernos, con una estampita de monseñor Escrivá de Balaguer y el ruego de que acudiera con él a un acto que iba a celebrarse en un colegio mayor de la Palmera. No sé qué he tenido siempre para atraer a personas del Opus Dei. Por desgracia, aquella invitación, que decliné con una falsa excusa —ya había tenido bastantes contactos con la Obra—, solo sirvió para distanciarnos. También aquel año hice amistad con un muchacho muy brillante en clase. Era moreno, grueso y de pelo largo. Solía ir sin afeitar. Muchos se mofaban de él porque nunca olía bien aunque se cambiaba de camisa a diario. A sus espaldas le llamaban «el peste». Su conversación era realmente extraordinaria, muy variada. Era un tipo extraño. Parecía disfrutar con la marginalidad. Un día me contó —imaginación no le faltaba— que iba a presentarse a una prueba en la Facultad de Medicina para acceder al puesto de manipulador de cadáveres. Aquello era nuevo para mí, no sabía que ese puesto existiera. Según me explicó después de realizar la prueba, se trataba de obedecer las órdenes de los profesores que daban las clases en el anfiteatro anatómico. En caso de conseguir el trabajo le dirían, por ejemplo: «Fulanito, por favor. Para mañana téngame preparados para la clase de las nueve y media, una cabeza, una pierna y un brazo de adultos». Y fulanito iba a una gran pecera de formol, donde restos humanos de cadáveres no reclamados por nadie flotaban envueltos en luz crepuscular y, bichero en mano, pescaba los miembros solicitados. Curioso trabajo. No sé qué fue de aquel compañero: ojalá tuviera suerte. Por desgracia he olvidado su nombre.

Continuábamos esperando aquel primer día cuando entró en el aula y fue hacia la mesa, donde dejó su cartera, un hombre como de cuarenta años, pantalón claro, zapatos cómodos y camisa y chaqueta lisas. Hablaba con ese acento neutro de las personas que han viajado mucho y vivido en diversos lugares. Tenía ojos grandes y gafas de montura transparente. Llevaba el pelo razonablemente largo, dejando que cumpliera su misión protectora. «Soy Ángel Yanguas», dijo, «vuestro profesor de Lingüística General». De la boca de aquel señor escuchamos desde aquel día nombres de autores y teorías que resultaron reveladores. Es el caso, por ejemplo, del lingüista y filósofo norteamericano Noam Chomsky, aún en activo a sus noventa y tres años, una de las mentes más privilegiadas de nuestro tiempo. Yanguas, sobrino nieto Luis Cernuda, por cierto, nos habló por primera vez de ciencias tan interesantes como la psicolingüística; del área de Broca, la principal zona del cerebro dedicada a la generación del lenguaje, situada cerca de la sien izquierda; del dispositivo de adquisición lingüística —el mismo que explica por qué es más complicado aprender bien un idioma nuevo en edad adulta—; de los universales lingüísticos, presentes en todas las lenguas del mundo, y de otras muchas cuestiones apasionantes. Sus clases transcurrían como lo hacían en la Safa de Osuna cuando era pequeño, volando.

 

(Continuará).

 

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Imagen de un aula de la Fábrica de Tabacos durante un examen reciente (sevilla.abc.es).

 

Víctor Espuny

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