La imaginación y las plazas
El otro día un hombre mayor se sentó a mi lado. Llegó hasta el banco con paso firme y tomó asiento sin hacer gestos de dolor. Sus manos estaban curtidas, eran duras, y en la piel del cuello, la cara y los antebrazos se notaban los rigores del clima, como en alguien que ha trabajado muchos años a la intemperie. Su aire era ausente, como si no se sintiera muy bien, tal vez desubicado. Quizá había enviudado hacía poco y algún hijo que ya vivía en la ciudad lo había convencido para que se viniera del pueblo, pues con él estaría más acompañado y atendido. Pero, al sacarlo del pueblo, le habían quitado sus reuniones al sol con los amigos, aquellos que fueron compañeros de juegos en la infancia y aún sobrevivían a la vida y al decaimiento físico. Al traerlo a la ciudad le habían quitado la tranquilidad, el silencio, el conocimiento de las personas que veía y los paseos por la tarde hasta el mirador de los álamos. Y echaba todo esto mucho de menos. Su vida declinaba y necesitaba un giro valiente. Pero había algo en él que indicaba que no iba a facilitar el cambio. No se cómo explicarlo. Era como si se hubiese instalado en su interior una especie de desánimo, una sensación de derrota, y hubiese tirado la toalla. Quizá todo se remediase con semillas, un almocafre, agua y la poca tierra que, en realidad, se necesita. El hombre sembraría verduras, las vería germinar y crecer, y al cabo de unos meses llevaría a casa de su nuera unos tomates completamente naturales, jugosos. Sería feliz así: contribuiría a la economía familiar —se sentiría útil— y haría amistad con sus vecinos en los huertos urbanos. Pero la ciudad no los tiene, o tiene muy pocos y están demasiado lejos. Por eso me quedó un mal sabor de boca, no pude hacer buenas previsiones para aquel hombre, que se creía viejo sin serlo.
Quién sabe, sin embargo, si este hombre nunca ha tenido hijos y no quiere ver almocafre, azada, azadón, escabuche, escardadera, escardillo, garabato, pala o pico ni dibujado, que ya ha trabajado bastante. Si hubiera sido carpintero no querría ver una azuela, si caballista, una almohaza, y si zapatero, un bote de cerote, la mezcla de pez y cera que se da al hilo con el que los artistas del calzado cosen sus creaciones.
Las plazas, sobre todo las antiguas, poseen algo más que individuos: poseen Historia. Muchas de las que vemos no son antiguas: son productos de las desapariciones de iglesias y conventos durante el anticlerical siglo xix. Ahí tenemos, como ejemplos, las sevillanas plazas de la Encarnación, de la Magdalena y Nueva, o la madrileña de San Miguel. Otras, sin embargo, son lugares de paso y reunión desde hace siglos. Muchas han llegado a nosotros transformadas aunque conservan ese poso de sociabilidad y puesta en común que les falta a las modernas. En algunas, como la plaza Mayor de Medina del Campo, se vienen celebrando mercados desde el medievo. Écija, Osuna, Ciudad Rodrigo, Chinchón, Almagro, Madrid, Salamanca poseen plazas mayores donde basta estar sentados unos minutos con la disposición adecuada para que la historia se substancie ante nosotros e invada nuestra imaginación.
En la plaza Mayor de Osuna me siento cerca de Fabiola, dando la espalda al convento de la Concepción, y desde allí veo pasar a los vivos y a algunos de los muertos, que siguen en este mundo gracias a nuestra memoria. Veo a un monseñor, dando a besar su anillo, y al político Alfonso Guerra, que desde un tablado desafía a los socios del Casino; veo grupos de rock y a Paco Arroyo vestido de viuda un martes de carnaval. Veo a la Majarona orinando sobre la lápida de la Constitución, rota por los partidarios de Fernando VII en junio de 1823, hace ahora exactamente dos siglos. Veo a Charles Beauvais de Préau —gobernador militar de Osuna en julio de 1812— cruzar la plaza hacia el convento de San Francisco a medio vestir, sable en mano y perseguido por soldados españoles; parece herido en una pierna, cojea. Veo corridas de toros, saltimbanquis, cines de verano y un altavoz colocado en mitad de la plaza para que los ursaonenses disfruten del gran invento de la radio. Veo hasta una incipiente Feria del Libro, incapaz de echar raíces si el ayuntamiento no apoya la lectura. Y veo, sobre todo, al niño que fui. Porque las plazas son, tienen que ser, de los niños, lugares donde jueguen sin temor al tráfico, aunque a veces den con la pelota a algún adulto gruñón.
Plaza Mayor de Almagro (Fotografía de Shutterstock).
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.