Hueles a tabaco

Jordi Évole saca una entrevista este domingo con María del Monte. Él y su equipo, maestros del cebar y despertar interés, van colgando cortes en redes sociales para crear eso que ahora los jóvenes llamamos hype. En uno de estos fragmentos se habla sobre el pregón del Orgullo y la orientación sexual de la cantante, y ella remarca que nunca se ha escondido y que la gente de su círculo íntimo siempre estuvo al tanto de su manera de amar, pero lo hace con una frase tan redonda que podría haber sido extraída de una de esas legendarias entrevistas del maestro Quintero: “Yo me escondía solo para fumar”. Ahí lo llevas. ¿Se puede decir más con menos?

Hay sentimientos y experiencias universales, pero pocas tan placenteras de recordar como aquella adrenalina furtiva y curiosa de los primeros cigarros. Se empieza a fumar por esa cosa tonta de querer ser un malote, por esa inercia rebelde de acercarse a lo prohibido, por ese indagar en la clandestinidad. Podrás olvidarte de muchas cosas. De lo que comiste ayer, de la cara de una novia antigua, del título de la canción esa que tanto te gustaba, pero nunca de tu primer cigarro. Aún recuerdas quién te lo encendió, crees ver esa cara tonta y nerviosa inhalando, esa tos producida por el humo acariciando por vez primera el pulmón sano, la risa de quien ya fumaba, el mareo de lo desconocido. Los dedos aún te huelen a esa nicotina concentrada.

Le diste vueltas a ese primer cigarro, no te había gustado el sabor, solo el verte expulsar humo. Pero como la cerveza y cualquier otra adicción, los primeros besos que te dan son siempre extraños y medidos, te dejan en los labios una incertidumbre estudiada, una sensación de que hay algo más allá que sobrepasa el placer. Y con esas ganas de volver a introducirte en lo que sabes que no está permitido, llegan el segundo y el tercero. Y encuentras un bar con un camarero enrollado que te activa la máquina, y llegan los mecheros al bolsillo del chaquetón, y aparece ese tembleque orgásmico del vicio consolidado. Y te lo cambias de mano, y ensayas distintas poses, y haces una comunión, una hermandad, con los que también fuman.

Tomas chicles y te echas colonia, pero el olor queda y la sospecha de tus padres llega. Y ahí extremas la precaución, sabes que te van a pillar, pero no eres capaz de afrontar el decirlo. Tienes amigos a los que ya les han trincado y les dejan fumar, otros a los que les han castigado. Lo decides mantener en secreto, el primer secreto importante tuyo contigo mismo. Aparecen entonces los paseos, el bajar la basura, la ventana abierta en la soledad de tu cuarto, la noche iluminada por la linternita caliente y humeante, la mente en blanco. Todo ello, perfectamente sazonado con el riesgo y la furtividad, esa adrenalina que produce lo indebido. Afinas los oídos, aprendes a interpretar los sonidos. El giro de llaves, los pasos, el crujir de las puertas. Te ocultas y el ocultarte es un deleite para tus sentidos, un susurro hecho experiencia, dicho al oído de la más caliente juventud.

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Pero un día maldito tienes una conversación, y ese secreto tuyo era un secreto a voces, y esa aura mágica se derrumba. Te dicen aquello de “tú verás lo que haces” y al principio te alegras, pero al poco tiempo sientes que ya no es lo mismo, que el morbo se ha desvanecido y solo estás tú, enganchado a un pitillo, alquitranando tu cuerpo, tiñendo de negro tus pulmones como en el dibujo del paquete. Es incomparable la sensación de aquellas primeras caladas apresuradas y pasionales. No le veo mucho futuro a dejar de fumar, porque sé que cuando lo haga volverá esa divinidad morbosa y prohibida del ocultamiento.  Esas ganas de volver a guardarme el secreto del humo en mi cuerpo, solo para mí.

 

Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
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