Hombres honrados

La sonrisa, si cabe, achica aún más los ojos del hombre con nevera colgada al cuello que aparece tras abrirse las puertas del autobús. Bien entrado en los sesenta, deduzco de un primer vistazo. Como indumentaria una sucia camiseta, un agujereado pantalón sujeto a la cintura por una cuerda, unas chanclas con suela de papel de fumar. Agarra con la mano izquierda el oxidado hierro que cumple la función de pasamanos y, sin perder la sonrisa en la cara, extiende la derecha. Una mano pequeña, nudosa, de la que puedo sentir su aspereza al estrecharse con la mía mientras que, impulsándose él desde el suelo y yo tirando desde arriba, logramos que suba los tres escalones con facilidad y rapidez.

Las puertas se cierran. El motor ruge como si de un momento a otro fuera a reventar bajo nuestros pies para, tras un fuerte racheo, continuar la marcha sobre la avenida. El calor es asfixiante. Abro aún más el cuello de la camisa, y dejo a un lado todo aquello que observaba tras el cristal: hileras de ropa colgadas en ventanas de edificios a medio construir, viejos taxis a las puertas de un gran y moderno centro comercial, la niña con mochila al hombro esperando frente al paso de peatones que algún coche (de los cientos que pasan en ese momento) detenga su marcha y poder así cruzar. Dejo todo eso, digo, para centrarme en el abuelo y verlo recorrer de punta a punta el pasillo ofreciendo su mercancía a los viajeros. Pronuncia unas palabras, y levanta la tapadera de su nevera. Algunos lo miran y niegan el ofrecimiento con un leve movimiento de cabeza. Otros siguen a lo suyo, con la vista al frente. Los más jóvenes teclean en el teléfono móvil bien agarrado entre las manos, ajenos a todo y a todos. En su celular, como dicen acá.

Siguiente parada. Me acerco al chófer y le pregunto si es en ésta en la que tengo que bajar. Una más. Muchas gracias. El autobús reanuda la marcha, y yo me dirijo hacia la puerta de salida sin soltar la barra del techo para no perder el equilibrio. Me coloco tras una señora con una cesta colgada al brazo y espero, cuando una voz rasgada dice algo a mi espalda y que no llego a entender. Al volverme están ahí la sonrisa y la nevera abierta. El abuelo vuelve a hablarme, pero en esta ocasión colocando ante mis ojos la palma de su mano con el dedo anular levantado. Una cicatriz cruza esa palma. Meto mano al bolsillo del pantalón. Tanteo unas monedas. Y mientras las siento entre los dedos mis ojos desenfoca la palma para volver a esa sonrisa tan parecida a aquella otra de finales de los noventa, primeras horas de una mañana de enero, a un par de kilómetros de Estepa y los olivos cargados de agua por la lluvia de anoche, cuando las primeras luces del día me dejan ver las ramas manchadas de sangre, el macaco manchado de sangre, el peldaño del banco manchado de sangre. Miro mis manos. La voz del manero me llama. Jiménez, abaja de ahí. De un salto (eran otros tiempos) bajo los cinco peldaños y estoy en tierra. Trae, ordena. Se pone el ducados en la boca, me coge la mano, abre el corte y, soltando la bocanada de humo me dice no es ná, los hombres honraos tienen manos duras, anchas, encallás, y más cuidao, sobre todo a primera hora que se ve poco y los olivos y los bancos aún están resbalosos. Se quita el ducados de la boca, sonríe, y de otro salto vuelvo a lo alto del banco.

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Una ligera brisa de aire fresco me despeja. Se cierran las puertas del autobús a mi espalda. El abuelo pasa por mi lado con paso lento, monótono, hacia la otra esquina de la avenida señalizada como parada de autobuses y taxis, en busca de otros clientes, guardándose en el bolsillo la moneda que le he dado a cambio de un frío envoltorio de papel verde. Lo abro. Cojo el palito de madera y saco uno de esos helados de nieve que llaman Pirulo o algo así en España. Lo miro. También de color verde. No lo tome, me dice la señora mientras deja la cesta en el suelo y seca con un pañuelo el sudor de su frente. Seguro está malogrado. Los hacen en su casa, con agua sucia, sin hervir. Bótelo. Se pondrá enfermo si lo toma. Y no dice nada más. Tampoco responde a mi agradecimiento. Coge la cesta, la cuelga en su brazo y se marcha. Gracias, repito, aun sabiendo que ya no puede oírme. Me acerco a la papelera para tirar el Pirulo y justo al soltarlo me arrepiento de haberlo hecho. Miro hacia la parada y lo veo frente a un grupo de turistas que esperan o acaban de bajar de un autobús cargados de maletas y resguardados del fuerte sol bajo anchos sombreros. La tapadera abierta. La sonrisa. Dirijo mis pasos en dirección opuesta y llego a un paso de peatones en el que una niña espera poder cruzar. Un coche, de los  cientos que pasan, se detiene. Me fijo en quién va al volante y veo una cara de hombre pulcramente afeitada y una raya a un lado en el pelo perfectamente colocada. Camisa blanca y corbata negra. Las manos, finas. A primera hora se ve poco y los olivos y los bancos aún están resbalosos, recuerdo esta mañana por segunda vez. Se detiene otro coche. Y otro. Al cuarto la veo cruzar con paso ligero y su carpeta al hombro camino de la escuela.

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