Con los ojos cerrados

Si usted tiene más de sesenta puede que haya escuchado la música de al menos cinco generaciones. De muy pequeño, la que escuchaban sus abuelos; de niño, la de sus padres y hermanos mayores; de adolescente y jovencito, la suya propia; de adulto, la de sus hijos; y de mayor —suena mejor que viejo o anciano—, la de sus nietos. Suponiendo que sus abuelos nacieran en la década de 1880, y sin contar la que escuche por emisoras como Radio Clásica —que retransmiten música histórica e imprescindible—, es muy posible que haya percibido la música creada en los últimos ciento cincuenta años. Si uno se para a pensarlo, resulta extraordinario, aunque en realidad no lo es porque nos pasa a todos. Somos archivos musicales con piernas. Se trata solo de hacer memoria. 

Cuando mi abuelo era pequeño —acabamos de viajar al siglo XIX— la música empezaba a grabarse. El fonógrafo, luego evolucionado como gramófono, era un invento muy reciente y raro, de manera que muy pocas personas podían escuchar música si no era en vivo. Para ello había que acudir a los salones de conciertos o a los cafés cantantes, donde se escuchaba música más popular, aflamencada, o esperar al día de la patrona o a la Semana Santa. Podías asistir igualmente a misa y aprovechar la actividad musical de los templos cristianos, auténticos mecenas y centros de creación tanto en territorio católico como protestante durante siglos. También, como ahora, estaban los músicos que tocaban en la calle, buscando una compensación económica, y las reuniones de aficionados. La cultura musical estaba extendida por las clases acomodadas, sobre todo entre las mujeres, para las cuales el conocimiento del piano era un complemento casi imprescindible de su educación. Piano, francés, cocina y costura eran sus saberes; pasar de ahí podía considerarse peligroso, una falta al decoro cuando menos. Ya a comienzos del siglo XX, en Estados Unidos, sobre todo entre afroamericanos con educación musical y dominio de instrumentos tradicionalmente enfocados a la música clásica, comenzaba a nacer un estilo que revolucionaria la música en todos sus niveles y crearía una nueva élite de melómanos: el jazz. El aporte a la música de los americanos descendientes de esclavos africanos es tan amplio que resulta casi inabarcable: su presencia está en la base del ragtime, el jazz, el blues, el soul, el reggae y muchas otras; solo en un país —Cuba— se han desarrollado el son, el mambo, el chachachá, la rumba cubana o el danzón entre otros. Parte de Brasil y todo el Caribe es una explosión musical de origen africano, cuna de las corrientes más innovadoras, donde tuvieron origen muchos de las tendencias actuales. Hoy día llama mucho la atención en la música de la calle el predominio de la base rítmica sobre la melodía, parece que donde antes había una guitarra ahora hubiera un tambor. Las batucadas que acompañan casi todas las manifestaciones son buenas muestras de ello. También muchas de las tendencias musicales de las últimas décadas —como hip hop, rap, house— nacieron de la creatividad y el sentido del ritmo de los descendientes de esclavos africanos, necesitados —como los integrantes de cualquier pueblo oprimido— de hallar vías propias de expresión.   

Dudo mucho que mi abuelo escuchara jazz, un género musical de tan mala fama en sus primeros tiempos entre la gente conservadora como el tango, aunque lo recuerdo perfectamente tarareando las canciones más celebres de Gardel. Sus músicas preferidas, sin embargo, eran la zarzuela y la copla española: no era una persona que estuviera al tanto de las últimas corrientes musicales. El uso de la radio comenzó a extenderse en los años veinte —fue un proceso lento porque los aparatos eran muy caros— y con ella entró en las casas por primera vez un medio de difusión capaz de llegar a las masas y popularizar rápidamente cantantes y estilos. Los discos de 78 revoluciones por minuto, los de pizarra —de firmas comerciales como La Voz de su Amo, Regal, Benamor, Odeon, etc.—, entraban en todos los hogares por medio de la radio o la ventana, pues algunos ayuntamientos, como el de Osuna, compraron receptores y colocaron altavoces en lugares públicos para entretenimiento de la ciudadanía. Se había acabado el silencio, estado previo y fundamento de cualquier creación musical. El ayuntamiento ursaonense falló en febrero de 1933 el concurso abierto para la adquisición de un receptor de radio. La compra se adjudicó a Miguel Rider Sevillano, un señor que tenía abierto un establecimiento de «Paquetería, Quincalla y Perfumería» en el número 39 de la Carrera de Tetuán. Se trataba de un Philips receptor tipo 720 A y costó 2.345 pts. Para hacernos una idea del valor de esa cantidad podemos compararla con otras compras del ayuntamiento ursaonense en aquellos años. Dos meses antes, el 30 de diciembre de 1932, se había acordado el pago de 10.000 pts. por la casa que hacía esquina entre las calles San Agustín y Antequera, cuya situación dificultaba el giro de los vehículos; es el espacio ocupado por la placita situada en la confluencia de las calles Antequera, Agustín y Capitán.   

Eran los primeros años del cine sonoro y se harían populares los Hermanos Marx, que solían incluir en sus películas ingeniosos números musicales basados en el arpa y el piano. Pronto llegarían también las grandes orquestas americanas de música rítmica, como la dirigida por Xavier Cugat, muy popular también gracias al cine, y se pondrían de moda las películas musicales, con Gene Kelly y Fred Astaire como intérpretes principales de atractivos números de baile. En esa época —años cuarenta y cincuenta— se estaba viviendo ya un peligroso maridaje entre la música y la imagen. Pero fue después, tras el nacimiento de las corrientes musicales impulsadas por la revolución técnica de mediados del siglo XX —guitarras y bajos eléctricos capaces de oírse sobre la percusión, sintetizadores, órganos eléctricos—, cuando vino a nacer la madre de todas las desgracias: la MTV. Este canal de música para la televisión ayudó a poner cara a los intérpretes, fomentó la creación de videoclips y acabó con la idea de que la música es una sucesión de sonidos creados para dar placer al oído. Hasta entonces, y a pesar de la existencia de la ópera, la zarzuela y los musicales cinematográficos —entre los que cabe incluir interesantes películas-documentales como Pink Floyd: Live at Pompeii (1972)—, la música había venido siendo principalmente un arte basado en el sentido del oído, pero entonces, y casi de repente, dejó de serlo. 

A pesar de ese culto a la imagen que nació con la MTV, la música de auténtica calidad —concebida con intención puramente artística— sigue existiendo, aunque su auditorio sea en comparación muy restringido. Las obras de arte creadas para los amantes de la música son aquellas que se disfrutan con los ojos cerrados. Un videoclip es otra cosa, muy respetable, desde luego, pero distinta: una herramienta comercial. Caras y cuerpos bonitos se usan en ellos como reclamos y tienen poco que ver con la interpretación musical, que ha bajado a un nivel poco menos que fantasmal. Habrá gente a quien no importe esto, pero resulta patético ver a los músicos que acompañan a los cantantes en vídeos y actuaciones televisivas fingiendo tocar el instrumento que tienen en las manos. El directo murió hace tiempo y la música, suplantada en las pantallas por la imagen, ha buscado refugio en la vida real, la que se puede tocar. 

 

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Una fotografía del Quintette du Hot Club de France, formación liderada por el guitarrista Django Reinhardt; al violín, Stéphane Grappelli. 

 

Víctor Espuny.

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