Amparo
Amparo
Hoy me siento como un árbol
que se supiera mujer:
Ya no quebradiza rama
sino rotunda intuición,
y la sólida certeza
de saber dónde es que estoy.
GIOCONDA BELLI
Al quedarse dormida dudé por un instante en si estaría o no en lo cierto sobre lo que le había contado: que eran unos gatos quienes se desplazaban de un lado a otro del tejado. La noche era fría, de primeros de marzo, y acostados en un colchón sobre el suelo y tapados con un par de gruesas mantas le pedí que me repitiera, uno por uno, los juguetes que le habían regalado por su quinto cumpleaños, celebrado un mes antes, y una vez repetidos todos se me acerca un poquito más porque mira, nene, me dice, para cuando sea mayor me comprarán unos patines blancos, de bota, pero todavía no porque soy muy chica. Y sus rizos sobre la almohada, y sus ojos cerrándose lentamente —aún un tanto temerosos por los persistentes pisadas sobre las uralitas— dejaban ver cómo, poco a poco, el sueño vencía a la inquietud de saber que aquella noche el papa y la mama debían pasar la noche en un hospital de Sevilla, hasta ir quedándose dormida en aquel salón de casa de los abuelos, no sin antes buscar la mano de su hermano para cogerla y permanecer los dos así, tapados con un par de gruesas mantas y bajo aquel tejado.
Llegaron aquellos patines, a la mañana siguiente debía presentarme en la Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla para las pruebas de ingreso en la especialidad de Escenografía, y quiso acompañarme. Y al salir del aula tras responder a las preguntas del tribunal estaba ahí, con diecisiete años, ojos de un suave castaño oscuro y el pelo sobre los hombros. Sentada en un banco de los situados a la entrada del edificio y con un libro en las manos. Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Me senté a su lado y leímos juntos la última escena. Osú nene qué bonito, me dijo, tras leer la palabra “Telón”. Y tras salir del edificio tapeamos en el bar San Eloy, y después callejeamos por el centro de la ciudad —La Campana. Calles de Jesús del Gran Poder, Trajano y Amor de Dios—, y al dejar atrás la Alameda de Hércules, ya en calle Feria, señalé la cancela entreabierta de un viejo portal. Ahí, le dije, hay muchos más. Cruzamos la calle, ella se adelantó acelerando el paso, y por primera vez la vi entrar en una vieja librería.
Hoy, separados por más de quinientos kilómetros y con tanto hijo de la gran puta suelto por esos campos de palio, capilla y estoque, recordarla recorriendo los estrechos pasillos de aquella librería sevillana me tranquiliza. Y Mucho. Porque yo también formé parte de esos campos. Porque estos quinientos kilómetros que nos separan podrán modificar el acento, pero no la memoria. Y porque pasan los años, y al bajar cada verano sigo viendo en vuestros ojos ese asqueroso y cobarde desprecio hacia todo lo proveniente de fuera que huela a Cultura, a cambio y a progreso; a todo aquello que pueda romper esa burbuja creada por una sociedad —la vuestra— con una vida pública marcada y estructurada en torno a las Cofradías y las Hermandades de Semana Santa o del Rocío. Lo demás no interesa. O no da votos, como pensará la alcaldesa. Las exposiciones a los museos llegan con cuentagotas, cuando llegan. El salón de actos de La Casa de la Cultura, en lugar de ser espacio de encuentro con aquello que su mismo nombre indica (Pintura, Música, Arquitectura, Literatura, Teatro, Historia), sirve para que los miembros y miembras y amigos y amigas del Círculo Taurino hablen de sus cosas cada final de temporada. Las librerías subsisten gracias a la venta de libretas, bolígrafos, revistas del Sálvame de lux o como carajo se escriba eso, y de las fotocopias. Las calles, cuando se las mira con algo de intención en mejorar sus fachadas y sus aceras, no es por otro motivo que la pronta aparición por la esquina de la Cruz de guía.
Pero me tranquiliza, os decía. Recordarla pasando los dedos por la cubierta de libros escritos por autores y autoras como Emily Brontë, Bram Stoker, Virginia Woolf, Mario Benedetti, Oscar Wilde, García Lorca, o sus queridísimos Isabel Allende y García Márquez, me produce tranquilidad. Y me da fuerzas. Y confianza. Fuerzas para seguir luchando contra lo que para vosotros es la “Cultura”, y que no es otra cosa que el mantenimiento estructural en sociedad de un andamiaje patriarcal creado y mantenido por hombres: Hermandades Cofrades gobernadas desde sus inicios por hombres; la total negación a que cargos presidenciales sean ocupados por mujeres, o puestos como el de capataz —tan sólo conozco a una mujer que ocupe ese puesto—, o el de costalera bajo un paso; la falta de nombres de mujeres —porque la barbarie no distingue de género— en los carteles taurinos. Y todo ello, claro está, con el consentimiento de políticos analfabetos y analfabetas miserables que, por no perder votos y porque la vergüenza y la segunda parte de Don Quijote de la Mancha les queda muy lejos, no os atan corto y ponen las cosas en su sitio.
La tarde es fría, de primeros de marzo, y estoy sentado en una plaza del centro de Madrid, leyendo. Una niña, de la mano de su padre, patina alrededor de la plaza. Dejo la lectura para observarlos. Y presto aún más atención al escuchar al padre decir desde ahora tú sola, Miriam, y la suelta. La niña se asusta y cae al suelo. El padre la ayuda a levantarse, vuelve a tomarla de la mano para volverla a soltar y la niña vuelve a caer. Y así varias veces. Desde ahora tú sola, le dice siempre. Y mientras la niña cae una y otra vez saco papel y lápiz y doy comienzo a un nuevo artículo recordando aquella noche en casa de los abuelos en la que mi hermana cogió mi mano poco antes de quedarse dormida, y cómo años después aceleró el paso —dejándome atrás— para entrar en aquella vieja librería.
Y así debe ser. Hoy vas formando tu propia biblioteca, con tus propios libros, tus secretos anhelos y tu memoria. Vas formándote día a día en tu profesión, tomando tu camino, construyendo un proyecto de vida. Y ese proyecto —a diferencia de generaciones de mujeres que vivieron su juventud antes de la década de los ochenta, e incluso los noventa— puedes y debes formarlo tú sola, porque es para ti y nadie más. Porque no hablo de formar el proyecto de un hogar, unos hijos, una cuenta bancaria a nombre de tu chico y el tuyo y todo a medias, no. Me refiero a un proyecto en el que, si todo se hace pedazos, porque los hogares lo mismo que se levantan también caen, y miras a tu alrededor y no ves a nadie, tengas para agarrarte y seguir adelante lo más importante que toda persona puede tener: una vida. Y esa vida, la tuya, estará guiada gracias a los libros por la mano de mujeres a las que les fue negado el derecho de aprender a leer por el hecho de serlo; mujeres a las que se les exigía la autorización del marido para poder pedir un préstamo al banco; mujeres que veían cómo sus obras —incluidas literarias— eran firmadas por sus maridos robándole la autoría; mujeres que han vivido —y siguen viviendo— en una sociedad creada por hombres. Y para combatir al patriarcado, nena, tan sólo tenemos una herrmienta, la más hermosa y eficaz: Cultura.
Álvaro Jiménez Angulo
CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.