Perico Girón se enamora (IV)
Nada más llegar a París e instalarnos con los Infantado, María Josefa, la duquesa de Osuna, empezó a disfrutar de las ventajas de la ciudad. Conoció a los mejores modistas y esthéticiennes. Visitó la colección de arte del Palacio del Louvre y las tiendas de los reputados impresores musicales, arte al que la madre de Perico, como todos los Benavente, era muy aficionada. La familia entera acudió a comer a establecimientos que estaban abriendo los jefes de cocina de la nobleza, ahora huérfanos de amos por haber sido ejecutados o haber huido del país. Los llamaban restaurants. Los señoritos y todos nosotros vimos cosas extraordinarias.
Pero el duque no era feliz. Quería ejercer en Viena el puesto para el que había sido nombrado, seguir el viaje hasta allí, y de Madrid llegaban malas noticias. Debido a la inestabilidad de las alianzas internacionales en aquella época convulsa, Madrid y Viena acababan de romper relaciones diplomáticas a nivel de embajador. Su viaje ya no tenía sentido. Fue entonces cuando se le manifestó al duque por primera vez la dolencia que lo llevaría a la tumba pocos años después, un fuerte dolor en el hígado, incapacitante por completo durante su fase aguda. La duquesa se desvivió por él. Buscó médicos, lenitivos, analgésicos, calmantes, lo mejor que existiese. Sus habitaciones se llenaron de olores fuertes y de señores desconocidos que lo examinaban con estudiada gravedad. Todo en vano. Las crisis seguían siendo tan intensas que cualquiera podía leer en la expresión de don Pedro la inmensidad de su dolor.
Los salones de los Infantado recibían visitas de amigos de los propietarios interesados en la salud del duque de Osuna. Uno de esos días se hizo anunciar el general Auguste Lorraine acompañado de su joven hija. La duquesa y sus hijos estaban alrededor de la cama del duque y lo dejaron al cuidado de los médicos para salir a ver de quién se trataba. Cruzaron la antesala del dormitorio del duque, después la antesala de la antesala del dormitorio del duque y en la siguiente estancia encontraron a un hombre alto y delgado vestido de uniforme militar —botas negras de caña alta, pantalón blanco y ceñido, faja dorada, casaca negra y charreteras doradas— que llevaba del brazo a la muchacha más guapa que jamás habían visto los ojos del señorito Perico, ya por entonces un pollo de quince años. Mademoiselle Belle Lorraine era el modelo más extremado de jovencita. Su pie se adivinaba pequeño bajo un vestido de raso celeste que emitía leves crujidos cuando se movía, como si avisara del peligro de su atracción. Su cintura parecía de avispa, sus manos y su cara de porcelana. El rostro, de boca pequeña, nariz breve y almendrados ojos azules, estaba enmarcado por unos cabellos rubios trigueños ahora recogidos pero que se derramarían por la espalda como una brillante cascada. El pobre Perico, que no estaba preparado para algo así, no sabía cómo reaccionar al principio pero pronto se recobró y cumplió con todas las reglas de cortesía impuestas por la etiqueta. Cuando la visita se fue la duquesa dijo algo así como, «Qué hombre más agradable y qué chiquilla más guapa» y luego volvió junto al lecho de su marido. Perico estuvo dos o tres días embobado, no se acordaba ni de comer. Fue entonces cuando empezó a escribir poesía.
Finalmente, con el duque aún convaleciente pero casi recuperado, emprendimos la vuelta a España. Esta vez el camino fue menos accidentado. Era el mes de agosto y los ríos bajaban tranquilos y someros. A mediados de septiembre estábamos de nuevo en Madrid.
Nada más llegar, los duques empezaron a organizar las bodas de las hijas mayores, que ya estaban hechas mujercitas y comprometidas con sendos pollos de la alta nobleza española. Fue así como Josefa Manuela y Joaquina contrajeron matrimonio. Lo hicieron juntas. La primera casó con el heredero de los marqueses de Camarasa y la segunda con el heredero de los marqueses de Santa Cruz. La ceremonia nupcial tuvo lugar en la capilla de la Alameda de Osuna, finca comprada por los duques en los años ochenta y reformada según el gusto de la duquesa. Ella se encontraba por aquel entonces en plena competición de logros materiales y artísticos con una digna rival, Cayetana de Silva Álvarez de Toledo, duquesa de Alba, que había reformado para su recreo el palacete de la Moncloa. La ceremonia fue seguida por un banquete y un baile en el que participaron miembros de las principales familias españolas. Para su celebración fueron contratadas dos orquestas de más de treinta instrumentos; el baile continuó hasta la madrugada. Los últimos invitados en retirarse, jovenzuelos aún insatisfechos, lo hicieron cuando el sol estaba ya sobre el horizonte; dejaron el jardín silencioso, las mesas sembradas de inquietos gorriones que picoteaban los manteles. Poco después casó el primogénito. Su enlace fue igualmente fastuoso. Francisco de Borja, heredero de los principales títulos de la casa, contrajo matrimonio con la nieta del duque del Infantado. Fue así como la casa de la Puerta de la Vega quedó medio vacía en el transcurso de un año. Solo quedaron los dos pequeños.
Perico empezó entonces sus paseos solitarios por Madrid. Tomó por costumbre, criticada por sus padres, que no entendían bien para qué lo hacía y lo consideraban un desdoro para su nobleza, salir de su casa vestido de forma sencilla, solo y a pie y recorrer las calles sin saber a dónde iba ni a quién iba a encontrar. Simplemente caminaba. Fue en uno de esos paseos cuando volvió a encontrarse con Belle Lorraine. Salía, acompañada por su padre, de la residencia del embajador de Francia en la calle Mayor. Se encontraron de frente y casi chocaron por la ensoñación en la que solía vivir Perico Girón desde su estancia en París. El general se mostró satisfecho por el encuentro:
—Mon dieu! Mais quelle satisfaction! ¡Pego si es el joven Gigón! —dijo con aquella media lengua común a los franceses.
Nuestro Girón dio la mano al padre, se inclinó ante la hija y respondió con alguna fórmula de cortesía que luego no recordaría. Sus ojos estuvieron todo el tiempo pendientes de los de Belle, que subía y bajaba los párpados como si fueran alas de mariposa que intentasen velar un par carbunclos azules. Perico estaba tan azorado que se expresaba en un idioma irreconocible. El general le invitó a acompañarlos y Perico lo hizo gustoso. Lorraine fue caminando junto a ellos pero dejando que crearan su intimidad. Veía en Belle cierta inclinación hacia el muchacho y eso le complacía. Por aquel entonces Perico era un mozo como de seis pies de alto, de ensortijado pelo negro y ojos oscuros. Belle caminaba entre los dos hombres segura y satisfecha. Perico los acompañó hasta la casa donde vivían, en la calle de Toledo, cerca del arco de la Plaza Mayor. La plaza estaba recién construida después del incendio de 1790, todo parecía nuevo, acabado de crear. Perico la cruzó con el cuerpo esponjado por la satisfacción. Hasta tal grado se encontraba satisfecho que pocos lo hubieran reconocido al verlo tan ufano y caminando tan derecho por el centro de la plaza.
Padre e hija vivían en un primer piso. Perico se despidió de ellos y esperó en la calle hasta ver si Belle se asomaba a una ventana. Lo hizo: vio cómo se apartaba con suavidad un visillo y aparecía ella sonriente y saludándolo con la mano. Nuestro Girón volvió a su casa con el alma ligera y un deseo irrefrenable de cantar.
(Continuará).
La imagen es un detalle de El sombrero blanco, de Jean-Baptiste Greuze (1725-1805).
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.