Pedro Santana
Los muertos siguen, se transforman, perduran. Manuel Vilas.
Escribir es una forma de preservarse y de mantenerse. Por eso se escriben las leyes, aunque en no pocas ocasiones la legalidad no coincide con la justicia, ni poética, ni divina, ni social, ni nada que se le parezca. Escribir es una forma de perpetuarse. Una escapatoria más emocional que racional de nuestra consciencia de acabamiento. Necesitamos escribir y escribirnos como epitafio y como amanecer. En el fondo ambos se buscan y se complementan. El sol tiene su principio por la calle Granada y su fin por Sor Ángela de la Cruz sin dejar de ser el mismo sol para la Plaza del Bacalao y para Central Park.
Sencillez, cercanía, afectuosidad, calidez, son fórmulas verbales protocolarias post mortem. El cumplido fúnebre compasivo de congraciamiento que se estila en los tanatorios y los pésames. En su caso, eran cualidades inherentes a su persona que no se las ha patrimonializado la muerte por un día porque las lució en vida y permanecen.
Tuve la suerte de conocer y tratar a Pedro Santana y lo que intuí en un primer momento lo consagro ahora: su voz fluía acelerada y ronca porque sus cuerdas vocales friccionaban con la emoción. Con el apasionamiento. Con la creencia. Era un creyente sin cortapisas ni condiciones. Llevaba el templo en el corazón y el corazón al templo y el templo era multiforme pero siempre sagrado y comprometido. Era un creyente ecléctico, más allá del territorio restricto de lo eclesiástico y lo feligrés.
Creía en lo estrictamente humano porque nada de lo humano le fue ajeno a sabiendas de que esa era la mejor propulsión hacia lo divino. La creencia fue su modus vivendi. Era un hombre religioso en el sentido más amplio del término y respiraba mejor religado a sus credos y afectos: el Casino o el credo en la amistad y la cultura, esa hermandad indisoluble. La tauromaquia, que es el arte de estar próximo a la muerte desde la fe en la vida para creer en la faena de nuestros actos. El fútbol, que es una religiosidad popular sin la obligatoriedad de dioses canónicos, ya que trasciende a sus propios elementos internos, la masa, los futbolistas, los dirigentes, el dinero, los laureles del triunfo y el sinsabor de la derrota. Yo sigo creyendo en esa forma de religión igual que creo en la risa viva de mi padre cuando llego a la frontera de las dudas y los miedos. La Semana Santa, que es la creencia de que en medio de una calle Dios es bello que es sinónimo de bueno para los griegos clásicos y paganos.
Como anduvo sobre la mar, puede pisar los adoquines. Su pueblo era su proteína. Tenía a Osuna como una función orgánica más, un paisaje exterior puede provocar un paisaje interior -puro romanticismo-. Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Luis Cernuda creía a perpetuidad en la Sevilla de su infancia y juventud y así lo manifestó en su libro Ocnos.
Y la Virgen del Rocío, que es esa antigua Diosa Madre de la fertilidad y el amor, que es esa vieja divinidad tartesia, que es el Coto de Doñana de los viajeros, que es el fascinante ecosistema de los biólogos, que es el edén de los peregrinos, que es la Argónida de Caballero Bonald, esa dimensión mítica y mágica en la que no caben el espacio y el tiempo de la terrenidad. Los nombres son una perversa obsesión y son lo de menos porque es justo y necesario creer. Aquel reino ya tiene otro habitante perenne, que creyó en todo porque los caminos del Señor además de inescrutables tienen que ser increíbles y la fe es múltiple y tiene alas, sino es imposible transfigurarse y alcanzar el cielo.
Vivimos tiempos de una credulidad exagerada en la informatización, digitalización y tecnificación de nuestras vidas, que por inercia conlleva a la deshumanización de nuestros comportamientos. La diferencia entre el crédulo y el creyente es la misma que hay entre el esclavo y el espíritu libre.
El siglo XXI será religioso o no será. El siglo XXI será creencia o no será. Mi querido Pedro Santana desde la humildad y la cotidianidad abrió una senda transitable.
Francis López Guerrero
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