Infancia
Por un momento viajamos a 1968. Don José Jiménez, maestro de la Safa de Osuna, desgrana, con aquella voz tan bien modulada y agradable que tenía, poemas de Antonio Machado que hablan de los campos de Jaén, de Úbeda y Baeza, de olivos, lechuzas y vírgenes buenas. «Campo de Baeza, / soñaré contigo / cuando no te vea». Cuarenta niños pelones, de rodillas desolladas y pelota confinada en un rincón, escuchan con el ánimo suspenso, el patio de recreo milagrosamente olvidado: acaban de enamorarse de la poesía para siempre.
Volvamos al presente.
Si uno tiene la suerte de poder viajar, viajar de verdad, no volar, lo hace por tierra. Por tierra el viajero conoce los territorios que separan el lugar de partida del lugar de destino y no incrementa de manera exponencial su huella ecológica. De esa forma, si un ursaonense, por ejemplo, decide, porque tiene tiempo y ahorros para ello, coger el coche con un par de amigos y ponerse en Roma, o ir hasta allí en tren, poquito a poco, viendo el mar por la ventanilla durante muchos kilómetros, podrá ir conociendo ciudades y pueblos que le pasarían inadvertidos si viajase en avión. Tardaría mucho más tiempo en el viaje, y le saldría mucho más caro, de acuerdo, pero a cambio de eso atravesaría tres países, oiría decenas de lenguas y dialectos, probaría vinos de todas clases —tintos de la tierra y blancos dorados como el sol—, haría amigos, degustaría las más variadas cocinas regionales, escucharía las canciones propias de cada lugar y vería paisajes inolvidables, aunque en coche, eso sí, y sobre todo en verano, soportaría los embotellamientos de las congestionadas carreteras francesas. Y quizá, si tuviera buen tino y escuchara su memoria, pararía en Colliure.
Colliure es un pueblo de apenas tres mil habitantes situado en la costa francesa mediterránea y a menos de veinte kilómetros de la frontera española. Posee una luz tan hermosa que fue elegido como residencia temporal por muchos pintores en la época dorada de la gran transformación de la pintura, algunos célebres, como Henri Matisse, André Derain, Juan Gris, Georges Braque y Paul Signac. Colliure, en francés Collioure, posee dos cementerios, uno moderno y funcional situado en las afueras de la población y otro antiguo, metido en pleno caso urbano, bien cerca del mar. Este, como cementerio histórico, es más tranquilo que cualquier otro, sin movimientos de personas que vengan a visitar las tumbas de sus muertos recientes. En ocasiones pasa un coche cerca de la puerta y siempre se oye el canto de los pájaros posados en sus viejos árboles. Nada más entrar, el visitante tiene a su izquierda un patio de enterramientos en superficie, bordeado por sencillos panteones cuadrangulares de tejados a dos aguas, y a la derecha dos alzadas de nichos separados por una reja a cuyos pies se encuentra una tumba aislada, única, sombreada por la vecindad de varios cipreses frondosos. Allí yacen los restos mortales de Antonio Machado y su madre.
La tumba original era muy sencilla, una losa con las inscripciones de sus nombres y sus fechas vitales. Luego, distintas instituciones públicas y asociaciones, tanto españolas como francesas, le han añadido un murete de piedra con un alto relieve de la cabeza del poeta en bronce y distintas placas y azulejos con versos machadianos. A todo esto suelen unirse innumerables notas manuscritas sujetas con piedrecitas y, por supuesto, banderas, esas no pueden faltar, símbolos que vienen a crear bandos, a separar personas.
Antonio, su cuñada Matea, su hermano José y doña Ana Ruiz, la madre de los Machado, a la sazón de ochenta y cinco años, habían cruzado la frontera pocos días antes de morir y habían detenido sus pasos en Colliure. El poeta y su madre estaban enfermos. Doña Ana desvariaba, creía que acababan de llegar a Sevilla. En aquel pueblecito, adonde habían podido trasladarse en tren desde la frontera, detuvieron su camino y un luminoso 22 de febrero de 1939, ahora se han cumplido ochenta y dos años, Antonio exhaló su último suspiro. La madre, el corazón roto por ver destruido todo lo que más quería, le siguió tres días después. Y los enterraron juntos.
Sobre la memoria de aquellos niños pelones, que escuchaban a don José Jiménez con el ánimo suspenso, siempre sobrevolará aquella lechuza «que bebía / del velón de aceite / de Santa María», san Cristobalón se empeñaba en espantar y la Virgen defendía.
Gracias, don José.
Los entrecomillados son textos de Antonio Machado. Pertenecen al poema CLIV de Nuevas canciones (1924).
Imagen: André Derain, Puerto pesquero de Colliure (1905).
Víctor Espuny
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CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.