Ideas
Uno de los mayores placeres de alguien que escribe es sentarse sabiendo cómo empezar. El bloqueo creativo ocurre, pero no a todo el mundo. Existen técnicas para que esa página en blanco no suponga un problema o un reto, sino una superficie amable y necesaria. Una de las más básicas es dejar la narración en un punto en el que sabes cómo seguir al día siguiente. Otra es levantarse, salir de casa y comenzar a caminar. Esas serían dos formas de encontrar motivaciones o temas, pero hay tantas como personas que escriben. En el libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas, de Mason Currey, se han recogido técnicas de trabajo y motivación de más de ciento cincuenta creadores célebres, casi todos, por desgracia, anglosajones, lo que indica las limitaciones de la visión cultural del autor: apenas hay artistas latinos o eslavos, y por supuesto nada de orientales o africanos (con la excepción de Haruki Murakami).
Algunas formas de trabajo son realmente extravagantes. Woody Allen, por ejemplo, dice necesitar una ducha, que solo bajo el chorro del agua se le ocurren las ideas o los giros que necesita para los guiones de sus películas. Muchos coinciden en caminar y todos absolutamente en el establecimiento de rutinas. Algo como la repetición de una costumbre, tan alejado en apariencia de la creatividad, es fundamental para alcanzarla: de esa forma la mente queda libre de la necesidad de decidir cuestiones menores pero imprescindibles en la vida, como qué ropa ponerse, qué comer o cómo trasladarse al lugar de trabajo. Los creadores realmente productivos suelen levantarse y ponerse a trabajar todos los días a la misma hora y en las mismas condiciones, comer siempre lo mismo y, en general, realizar todos los días las mismas acciones. Son muy previsibles. Algunos, como el filósofo Immanuel Kant, eran tan regulares que su paso por una calle concreta servía a los vecinos para saber qué hora era. La gran mayoría no son, pues, personas de vida fascinante. Suelen elegir las primeras horas de la mañana, las horas en las que se está más descansado, para la creación absoluta y dedicar el resto del día a cuestiones menos exigentes, como la revisión, los retoques, la lectura o la actividad social. Algunos como Balzac, sin embargo, preferían la noche, cuando el silencio es mayor y no se esperan visitas ni interrupciones (sobre todo, en su caso, de acreedores). Los hay como Thomas Wolfe, el autor de la admirable novela autobiográfica El ángel que nos mira, que, debido a su gran estatura, escriben de pie, colocando, en su caso, la máquina de escribir encima del frigorífico. Los hay que abusan de los estimulantes para poder estar concentrados y despiertos el mayor tiempo posible, como Jean Paul Sartre o Rafael Sánchez Ferlosio. Este no aparece en el libro de Currey, como tampoco lo hace nuestro gran novelista Juan Benet, quien, harto de tener que cambiar continuamente el papel del carro de la máquina de escribir, empleaba rollos de papel continuo, de manera que sus manuscritos no se encuadernaban, se enrollaban. Algunos escritores, más de los que puede pensarse, escribían tendidos en la cama; ese fue el caso de Marcel Proust. Los había, sobre todo mujeres, capaces de escribir a cualquier hora y en cualquier sitio, pues las obligaciones domésticas no les dejaban otra elección. Otros necesitan un aislamiento absoluto en viviendas insonorizadas o aisladas en el campo y crean una serie de procedimientos para que una persona les lleve la comida y la bebida sin tener absolutamente ningún contacto con ella. Todos tienen, eso sí, una especie de obsesión por el trabajo creativo, una clase de ocupación bien extraña para el común de los mortales porque no prioriza los objetivos económicos: lo que les mueve es conseguir expresar aquello que tienen dentro y necesitan dejar salir. Para ellos los domingos no existen y tampoco lo hacen los actos sociales demasiado concurridos. Inauguraciones de exposiciones, primeros pases de películas, firmas de libros, clubes de lectura y otras actividades presuntamente enriquecedoras les parecen actos vacíos, evitables, consumidores de tiempo de creación. Todos saben que están en este mundo para dejar el mayor número de obras posibles, creaciones que manifiestan su mundo interior y cuya producción les da la vida. Durante el tiempo en el que están creando sufren una especie de rapto perpetrado por las áreas más creativas de su cerebro. Es muy habitual contemplar este fenómeno en los músicos. A menudo no parecen estar con nosotros aunque estén a nuestro lado. Tal era el caso de Beethoven. Según sus contemporáneos, cuando se sentaba en el piano a improvisar podía estar horas sin advertir la presencia de los demás, y eso mucho antes de perder el oído. En una escala estuvo el pianista flamenco ursaonense José Romero, incomprendido por tantos a causa de poseer una vida interior absolutamente exuberante, la misma que le llevaba a prolongar sus interpretaciones hasta haber agotado el arsenal de sentimientos que mantenía en ebullición a la espera de salir en el instante siguiente. También están, por supuesto, algunos sencillamente geniales, como James Joyce, que intentan escribir el menor tiempo posible y se pasan el día improvisando en el piano o de borrachera en los bares. Pero esos, precisamente, pertenecen al reducidísimo grupo de los elegidos, de los magníficos. Al resto solo nos queda el trabajo constante y diario.
En la imagen, la escritora Carson McCullers, autora de la imprescindible novela El corazón es un cazador solitario (1940).
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.