Hablar sin filtro
Si a cualquiera de nosotros nos grabasen en una sobremesa sin que nos diésemos cuenta, probablemente nos buscaríamos más de un problema con mucha gente y emprenderíamos rumbo hacia la cola del paro, suponiendo claro, que todavía no estemos en ella. No os digo ya, si una cámara captase una noche de farra con su previa, su discoteca y su after. Burradas beodas, chistes bestias, el martilleante hormigueo del whisky subiendo por la cabeza mientras una cámara se limita a recoger todas las barbaridades que escupen unos labios tontorrones. La lengua es un gatillo y la boca una pistola humeante. El humo y el alcohol, la munición.
Lo más gracioso de todo es que no hay nadie que nos tenga que filmar de manera secreta, no hace falta que nos busquen las cosquillas, ya nos encargamos nosotros mismos de subirlo a Instagram. Es de traca ver como hay mucha gente que hace verdaderas retransmisiones en directo de su cogorza. A lo largo de la tarde puedes ir viendo como se pasa de la cerveza al cubata, a quién se le tira ficha, como van mutando los ojos y rebajándose los botones de la camisa. Un móvil en una borrachera es como la hermana de un colega, no se debe tocar nunca. Cuando uno va mecedora debe huir de las cámaras como lo intenta hacer del garrafón, siendo consciente de que el mañana siempre está más cerca que el ayer.
Hemos creado una absurda necesidad de publicar todo lo que hacemos a cada instante, y eso ha hecho que se corrompa hasta el derecho fundamental a que el borracho pueda negar lo sucedido o, al menos, tratar de exponer su versión de los hechos. Antes, la noche tenía un halo de inviolabilidad por lo oscuro y lo privado, ahora tiene un aroma a peligro por el fogonazo de los flashes de los móviles y la nula intimidad. Los vicios son privados, que para eso son vicios y son de uno. Además, a quién carajo le importa que uno se pegue sus homenajes.
No, no somos Florentino, pero todos tenemos una imagen que preservar y más de mil secretos que ocultar. El mundo sería un lugar devastador si todos habláramos sabiendo que nadie nos escucha, si nadie filtrara lo que se le pasa por la cabeza sería imposible la convivencia. Somos animales falsos por naturaleza, depredadores de la mentira, vendedores de sentimientos. Excepto en contadas ocasiones, nunca llegamos a saber cuánto de lo que escuchamos se corresponde con lo que realmente piensa una persona.
Estamos condenados por lo que queremos escuchar y no nos damos cuenta de que muchas veces una buena hostia tiene mucho más de realidad que cien mil halagos. Todos llevamos una nominación a los Goya en el semblante, pero es que al final uno se va dando cuenta de que madurar no es otra cosa que aprender a sonreír mientras jura en arameo por dentro. Engañar no es lo mismo que mentir. La mentira es más cruda, algo así como el ariete que derrumba sin miramientos la puerta, mientras que el engaño, por su parte, es una radiografía que hace que la cerradura ceda.
Antes me jodía mucho la gente falsa, ahora he comprendido que todo no es más que un juego de traiciones en el que lo único que diferencia a las personas buenas de las malas, es el número de puñaladas que dan. La sociedad es el vestuario del Madrid y yo me quiero seguir viendo como un canterano recién ascendido al primer equipo. Intentando que no se me caliente el pico más de la cuenta y con la única certeza de que la verdad solo está en la familia y en los amigos, que, para un servidor, vienen a ser lo mismo. Llámenme “Tolili” si quieren, pero soy de los que cree que aún queda gente buena en la que vale la pena confiar.
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